En la región centro de México, en el estado de Tlaxcala, el Colectivo de Saneamiento y Restauración de la Malintzi Tlalcuapan ha dividido sus fuerzas entre resguardar el bosque de su “montaña madre” y conseguir la libertad de sus integrantes acusados de homicidio. Su historia refleja cómo la violencia de la criminalización se extiende como una plaga sobre los defensores del ambiente y del territorio.
Por Thelma Gómez Durán
A Raymundo Cahuantzi Meléndez lo declararon libre. La jueza encargada de pronunciar la sentencia ni siquiera levantó la vista cuando dijo que no había elementos para que continuara en la cárcel. La mujer leyó el documento como si le urgiera terminar un trámite. Como si fuera cualquier cosa decirle a un hombre que podía regresar con su familia, a su campo de cultivo, a su comunidad; que podía recuperar aquella vida que tenía hace año y siete meses, antes de que lo acusaran de un delito que no cometió. La jueza sólo declaró: “Tiene la libertad inmediata”.
La sala de audiencias se permeó de un aire de justicia. Pero esa sensación se esfumó cuando la jueza continuó con la monótona lectura y se centró en Saúl Rosales Meléndez, compañero de Raymundo Cahuantzi y acusado del mismo delito: homicidio calificado en contra de Alfredo Bautista, víctima de un linchamiento ocurrido el 15 de abril de 2022, en San Pedro Tlalcuapan, en el estado de Tlaxcala.
Las tres juezas que redactaron la sentencia argumentaron que Saúl Rosales, quien era el presidente de la comunidad, tenía la obligación de salvaguardar la integridad física de la víctima y evitar que una multitud amparada en el anonimato consumara el linchamiento. Como no lo consiguió, lo declararon culpable.
A Saúl Rosales lo condenaron a 20 años de prisión.

Al escuchar el veredicto, Saúl Rosales sólo atinó a mover levemente la cabeza, como si tratara de despertar de un mal sueño. Raymundo Cahuantzi se sacudió el desconcierto para darle un abrazo a Saúl y decirle: “Ponte fuerte. Vas a salir. No te vamos a dejar acá. Tú también eres inocente”.
Cuando salió de la sala, Raymundo Cahuantzi recibió un abrazo colectivo de su esposa, hermanos e hijos. Unos 50 vecinos de San Pedro Tlalcuapan presenciaron la escena con ilusión; también esperaban a Saúl. La confusión se apoderó de ellos cuando se enteraron de que las juezas sólo habían declarado inocente a uno de sus compañeros.
“Ahora nos llevamos a uno, pero no vamos a abandonar al otro”, dijo uno de los vecinos, tratando de espantar la perplejidad que se apoderó de la gente.

“Como comunidad, ¿qué podemos hacer? ¿Qué sigue para lograr que salga libre nuestro compañero Saúl?”, preguntó una mujer a los abogados, dejando en claro que no lo abandonarían a su suerte, que defenderían su inocencia y lucharían por su libertad, así como lo hicieron con Raymundo Cahuantzi.
Los dos campesinos, acusados de homicidio calificado por la entonces Procuraduría General de Justicia del Estado de Tlaxcala, son miembros del Colectivo de Saneamiento y Restauración de la Malintzi Tlalcuapan, creado en 2020 por habitantes de San Pedro Tlalcuapan para defender los bosques que crecen en la montaña que forma parte de su cotidianidad.
“Todo esto fue por represalias del gobierno, porque nosotros decidimos defender nuestro territorio”, dice un día de junio Raymundo Cahuantzi, ya en libertad, mientras camina por el bosque que dejó de mirar por más de un año y siete meses.
Para los integrantes del colectivo y abogados de organizaciones no gubernamentales no hay duda: las acusaciones en contra de Raymundo Cahuantzi y Saúl Rosales son ejemplo de una violencia que en el argot de los derechos humanos se conoce como “criminalización”.

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) conceptualiza esta violencia como el uso indebido del derecho penal y “la manipulación del poder punitivo del Estado por parte de actores estatales y no estatales con el objetivo de controlar, castigar o impedir el ejercicio del derecho a defender los derechos humanos”.
A partir del 2019, la organización que documenta las violencias contra las personas defensoras del ambiente y el territorio, Global Witness, comenzó a llamar la atención sobre cómo la criminalización se expande como una plaga sobre aquellos que se oponen a proyectos extractivistas y defienden bienes naturales: “Los gobiernos y las empresas están usando los tribunales y a los sistemas judiciales como instrumentos de opresión contra quienes representen una amenaza a su poder y a sus intereses”.
En México, por ejemplo, si en 2019 sólo se documentaron nueve casos de criminalización contra personas defensoras del ambiente y el territorio, para 2024 la cifra se elevó a 77, de acuerdo con el informe anual del Centro Mexicano de Derecho Ambiental (Cemda).
“Estamos transitando de los asesinatos o atentados directos en contra de personas defensoras a la utilización del sistema de justicia para meterlos en prisión, para mantenerlos privados de su libertad”, explica el abogado Neftaly Pérez, del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez (Centro Prodh), organización que ha acompañado a personas defensoras que han sido criminalizadas en México.

Una plaga que se sale de control
San Pedro Tlalcuapan se localiza en el municipio de Chiautempan, al sur del estado de Tlaxcala, en los límites del Parque Nacional La Montaña Malinche o Matlalcueye. En esta comunidad nahua, de unos 4 100 habitantes, la vida está ligada a la montaña: en ella nace el agua que utilizan y crecen los hongos que forman parte de su cocina tradicional, a ella le dejan ofrendas para tener una buena cosecha. La Matlalcueye —“La de las faldas azules”— está todo el tiempo presente en su horizonte.
Fue en noviembre de 2019 cuando algunos habitantes de Tlalcuapan observaron que el bosque cambiaba de color: los pinos se pintaban de ocre. Eso no era una buena señal. Los más ancianos sabían que eran árboles moribundos. Aquello que los tenía en agonía era el escarabajo descortezador (Dendroctonus mexicanus), una plaga que se expandía con rapidez por los bosques de pino-encino de Tlaxcala y Puebla. “De ser cien árboles pasó al doble y luego a hectáreas, a miles de árboles”, recuerda Raymundo Cahuantzi.
Los datos históricos de la Comisión Nacional Forestal (Conafor) corroboran lo narrado por la gente Tlalcuapan: en 2019, el estado de Tlaxcala registró sólo 70.80 hectáreas afectadas por insectos descortezadores, pero en 2020 el número se elevó a 690.05, y en 2021 alcanzó una cifra nunca vista: 1 590.31 hectáreas, es decir, dos veces la superficie del Bosque de Chapultepec, en la Ciudad de México.

Los pobladores no podían detener la plaga sin contar con permisos de saneamiento otorgados por las autoridades. Y es que para combatir al escarabajo es necesario, entre otras cosas, derribar los árboles afectados; pero talar un árbol sin autorización es un delito. Las autoridades forestales y ambientales del país tardaban hasta cinco meses en dar los permisos de saneamiento, cuando el ciclo de vida del escarabajo es de tres meses. Así que cuando daban el permiso, el área afectada ya había aumentado. Era como un cuento de nunca acabar.
Que la plaga se extendiera por los bosques que están dentro de un Parque Nacional tampoco movilizó a las autoridades de la Comisión Nacional de Áreas Naturales (Conanp). “El gobierno nunca le pone atención [al Parque Nacional]. En los incendios forestales, poco hacen. Nosotros somos los que nos organizamos cuando hay chamusquinas (incendios)”, comenta Raymundo Cahuantzi.
Eribel Bello, bióloga y habitante de San Pedro Tlalcuapan, resume cómo fue la respuesta gubernamental para atender la plaga: “La problemática fue abordada, primero, desde el desconocimiento, después desde el abuso del poder y, finalmente, desde acciones lucrativas para beneficio político, personal y económico de unos cuantos”.

Defender a la Matlalcueye
En 2020, comenzó la etapa que Eribel Bello llama “abuso del poder”. Funcionarios del gobierno estatal consiguieron los permisos de saneamiento y llevaron al bosque a personas que presentaron como “empresas” para que se encargaran de los trabajos. En realidad, eran “corteños”, es decir, taladores.
“Vimos que empezaron a llevarse árboles sanos, que no hacían los trabajos de forma adecuada… Realmente era una tala, no un saneamiento”, recuerda Eribel Bello. “Se llevaban árboles sanos de 60, 80 y hasta cien años, árboles grandísimos”, dice Raymundo Cahuantzi.
Corrían los últimos meses del año 2020 cuando en Tlalcuapan se planteó el problema en una asamblea comunitaria. Ahí preguntaron quiénes deseaban unirse a un comité para vigilar el saneamiento del bosque. No más de 15 personas se integraron al Colectivo de Saneamiento y Restauración de la Malintzi Tlalcuapan. “Empezó como un grupo pequeño, pero después creció”, cuenta Eribel Bello. Ella y otros integrantes de la comunidad comenzaron a dar pláticas sobre el proceso de crecimiento del escarabajo descortezador y los métodos adecuados para atacarlo; diseñaron videos, carteles, trípticos y lonas que distribuyeron en la región.
Los integrantes del colectivo también organizaron brigadas para subir a la montaña y vigilar. Documentaron cómo las supuestas empresas que realizaban el saneamiento no utilizaban los químicos adecuados, cómo los “corteños” sacaban madera de árboles sanos escondida debajo de los troncos afectados por la plaga. “Perdimos más del 80 % del bosque de la comunidad (unas 300 hectáreas) por una mala atención”, lamentan.

Al ver cómo la plaga seguía matando pinos y el supuesto saneamiento era usado para saquear su bosque, en mayo de 2021 la gente de Tlalcuapan y de otras doce comunidades viajaron a la Ciudad de México y a Guadalajara para manifestarse afuera de las oficinas de la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) y de la Conafor. Sólo así fueron escuchados por las autoridades federales, que aceleraron la entrega de los permisos y autorizaron que las comunidades realizaran el saneamiento. Así se trabajó durante cuatro meses.
En diciembre de 2021, se terminó el apoyo del gobierno federal. “Nuestra brigada siguió trabajando… Nosotros dijimos que íbamos a seguir con la brigada, porque la plaga seguía en el bosque”, recuerda Eribel Bello.
Entrar a la comunidad sin permiso
En febrero de 2022, la brigada comunitaria de saneamiento de Tlalcuapan detectó que cinco camionetas subían a la montaña. La gente de la comunidad marcó el alto a los vehículos. No hubo respuesta. Los choferes aceleraron y trataron de arrollar a los brigadistas. Eso generó una persecución que terminó con la detención de uno de los conductores. Fue así como se enteraron de que una comisión de funcionarios municipales, estatales y federales del área ambiental entraron al bosque para conocer los trabajos de saneamiento.

Integrantes del colectivo exigieron a los funcionarios estatales que firmaran un documento en donde se comprometían a no entrar al bosque sin el permiso de las autoridades comunitarias. También los obligaron a retomar las mesas de trabajo para que el gobierno estatal destinara recursos al saneamiento y la restauración del bosque. Semanas después, se realizó la mesa de trabajo acordada. Lo que ahí sucedió estuvo muy alejado de ser una reunión cordial.
Los funcionarios estatales no olvidaban los reclamos que recibieron de la comunidad por entrar a la montaña sin permiso. Y por ello, exigieron una disculpa. Raymundo Cahuantzi les respondió que era la comunidad la que merecía la disculpa. Esa postura fue compartida por todos los integrantes del colectivo, incluido Saúl Rosales que para entonces ya había sido elegido por el sistema de usos y costumbres como presidente de la comunidad de Tlalcuapan.
Nadie se disculpó. No se volvió a realizar otra mesa de trabajo, y se rompió la comunicación entre gobierno estatal y colectivo.
Así fue como llegó el 15 de abril de 2022.

Escenario de un linchamiento
A partir de testimonios de los habitantes de Tlalcuapan y las declaraciones que se escucharon en las audiencias del juicio oral contra de Raymundo Cahuantzi y Saúl Rosales se recrea lo que se vivió ese viernes de Semana Santa.
Cada año, Tlalcuapan recibe a mucha gente que acude a presenciar la procesión religiosa de Semana Santa. Ese día, cuando la procesión ya casi terminaba, varios pobladores avisaron que tres hombres ajenos a la comunidad habían intentado entrar a una casa. Los señalaron como ladrones. Detuvieron a uno de ellos. En ese momento, el presidente de la comunidad, Saúl Rosales, no estaba en el lugar; había salido a comprar comida para las personas que le ayudan a realizar la vigilancia. Lo llamaron por teléfono para avisarle que tenían al presunto asaltante en la oficina y la gente del pueblo estaba muy enojada. Saúl Rosales llamó a la policía municipal, solicitó que acudieran a la comunidad.
Cuando Saúl Rosales llegó a la oficina de la presidencia, la muchedumbre le exigió que entregara al presunto asaltante. Él se negó. Una voz amparada por el anonimato gritó que él ya no era el presidente de la comunidad, que en ese momento se le quitaba del cargo tradicional. El tumulto sacó al acusado y lo llevó por las calles del pueblo. Eso ocurrió mientras 200 policías estaban a no más de cinco minutos del lugar en donde el hombre fue golpeado y rociado con gasolina. Una mano lanzó un cerillo encendido a su cuerpo. Quienes participaron en el linchamiento confiaron en que la aglomeración les garantizaría el anonimato.
Días después, los periódicos locales difundieron el nombre de la víctima: Alfredo Bautista.

Esta no era la primera vez que se registraba un linchamiento en el estado de Tlaxcala. Incluso, desde 2019 hay un Protocolo de Actuación para Prevenir y Atender Casos de Linchamiento en el estado (actualizado en 2023). Ese documento señala que “si los esfuerzos por disuadir a las personas generadoras del conflicto se agotan, se evaluará la pertinencia del uso racional de la fuerza para rescatar a la o las personas retenidas, a efecto de salvaguardar su integridad física, con estricto apego y respeto a los derechos humanos”.
Eso nunca sucedió el 15 de abril de 2022 en San Pedro Tlalcuapan.
La detención de los defensores
La vida de los integrantes del colectivo tuvo un vuelco la mañana del 15 de julio de 2022.
Saúl Rosales fue convocado a una reunión con el entonces presidente municipal de Chiautempan. Fue ahí en donde policías ministeriales le dijeron que había una orden de aprehensión en su contra, lo detuvieron y trasladaron a la ciudad de Tlaxcala.
Ese día, Raymundo Cahuantzi y otros integrantes del colectivo hacían trabajos de reforestación en la montaña. Cuando regresaron a sus casas, se enteraron de la detención de su compañero. Los habitantes de San Pedro Tlalcuapan se reunieron en la plaza de la comunidad. Nadie sabía de qué acusaban a Saúl Rosales. Decidieron formar una comisión para ir a las instalaciones de la Procuraduría General de Justicia del Estado de Tlaxcala y hacer todo lo posible por liberarlo.

Desde que los pobladores comenzaron a reunirse en la plaza, un helicóptero sobrevoló el lugar y, desde el aire, siguió a la caravana de vehículos que se enfiló rumbo a la Procuraduría. “Nos siguieron como si fuéramos narcos”, recuerda Néstor Cuatianquiz. Esa fue la primera vez que los habitantes de Tlalcuapan detectaron que los vigilaban y amedrentaban. En cada una de las concentraciones o marchas que hicieron para exigir la liberación de sus compañeros, había drones o helicópteros sobre sus cabezas, patrullas que los seguían, que les cerraban el paso.
Cuando llegaron a la Procuraduría, les dijeron que podían tener una reunión con la entonces procuradora Ernestina Carro Roldán. Entraron varios integrantes del colectivo, entre ellos Raymundo Cahuantzi y Néstor Cuatianquiz; les pidieron sus identificaciones y les quitaron sus teléfonos celulares. Los recibieron funcionaros de la Procuraduría, quienes informaron que la acusación sobre Saúl Rosales derivaba del linchamiento de abril.
Durante los menos de 20 minutos que duró la reunión, nadie mencionó que existían otras órdenes de aprehensión por ese caso.
Las diez personas de la comunidad abandonaron la oficina al ver que no conseguirían nada con esa reunión. Pero cuando caminaban hacia la puerta de salida, policías ministeriales comenzaron a jalonearlos y a detenerlos. Sólo dejaron que salieran unos cuantos. A los demás los llevaron a pequeños cuartos en donde les preguntaron sus nombres. Los fueron liberando poco a poco.
“Cuando salimos, nos empezamos a contar para identificar quién faltaba. Pasaron los minutos y vimos que faltaba don Ray (Raymundo Cahuantzi). Ahí estuvimos espera y espera. Preguntamos y sólo nos dijeron que regresáramos al otro día”, recuerda Néstor Cuatianquiz.

“A mí me golpean, me esposan y me dicen que tengo orden de aprehensión. Me enseñan un papel que nunca pude leer y me suben a una camioneta de la Procuraduría. Me llevan a otro municipio y después me ingresan al Cereso (Centro de Reinserción Social). Hasta el otro día pude comunicarme con mi esposa”, cuenta Raymundo Cahuantzi, quien en su comunidad es reconocido como un “tiaxca”, término nahua que significa “hermano mayor”. Sólo se le llama así a quien ya ocupó varios cargos comunitarios y religiosos.
Para Néstor Cuatianquiz no hay duda: “Fue algo planeado por el gobierno y nosotros caímos en su trampa”.
La Procuraduría General de Justicia del Estado de Tlaxcala acusó a Saúl Rosales y Raymundo Cahuantzi de homicidio calificado en contra de Alfredo Bautista. De acuerdo con el Código Penal de la entidad, el homicidio es considerado “calificado” cuando el delito se comente con “premeditación, ventaja, traición, alevosía, retribución (…), saña, estado de alteración voluntaria o brutal ferocidad o en perjuicio de servidores públicos que se encarguen de la procuración o administración de justicia, u odio”.
Sin pruebas sólidas
Los integrantes del colectivo se acercaron al área de defensa integral del Centro Prodh. “Comenzamos a documentar el caso, revisamos la carpeta de investigación y vimos que la Procuraduría no tenía pruebas sólidas contra ellos… Las únicas declaraciones que los señalaban como responsables eran de los hermanos de la persona linchada, pero cuando ocurrió el hecho, ellos no se encontraban en el lugar”, resalta el abogado Neftaly Pérez.
Durante las audiencias del juicio oral, la hermana de la persona linchada cambió su declaración y no identificó a Raymundo Cahuantzi y Saúl Rosales como participantes en el linchamiento. Además, quedó en evidencia que el Ministerio Público modificó la versión de uno de los testigos. “La versión que esas personas dieron de viva voz fue muy distinta a la que estaba escrita en la carpeta de investigación… Para nosotros es evidente que la Procuraduría fabricó las declaraciones para que se librara una orden de aprehensión en contra de los defensores”, dice Neftaly Pérez.

Para conocer la versión de la Procuraduría General de Justicia del Estado de Tlaxcala se solicitó una entrevista, pero se informó que no era posible, pues la institución se encontraba en la transición de procuraduría a fiscalía.
“Ellos, Raymundo y Saúl eran muy activos dentro del colectivo. Y el colectivo denunció en varias ocasiones la complicidad entre autoridades forestales con grupos de talamontes de la región”, destaca el abogado Neftaly Pérez.
La sospecha de que se trataba de un caso de criminalización de defensores se transformó en certeza durante una reunión entre funcionarios de la Secretaría de Gobierno de Tlaxcala y habitantes de Tlalcuapan. Ahí se informó que existían otras 12 órdenes de aprehensión en contra de habitantes de la comunidad, incluyendo personas del colectivo. Eso llevó a que la organización comunitaria se cimbrara y varios de sus miembros dejaran de ir a las reuniones. Había miedo, rabia e impotencia. “De ser un colectivo fuerte, pasamos a ser un colectivo fracturado. Muchos de los que desertaron se preguntaban: ¿Quién sigue después?”, recuerda Esperanza Huerta.
“Cuando presentamos un amparo en contra de esas supuestas órdenes de aprehensión, descubrimos que éstas no existían”. Al recordar ese suceso, Neftaly Pérez no deja de asombrarse. Para él no hay duda: la criminalización se usó como una amenaza para desactivar las protestas y acciones del colectivo. “Se utilizó al poder judicial para intimidar, amenazar y causar daño a las personas defensoras de los bosques”.
Otro argumento que presenta el abogado para afirmar que es un caso de criminalización es la duración del proceso judicial: tuvo que pasar más de un año para que comenzara el juicio oral, y éste se alargó durante casi ocho meses. En teoría, no tendría que haber durado más de 30 días.

El bosque se incendia
Para los integrantes del Colectivo de Saneamiento y Restauración de la Malintzi Tlalcuapan, la criminalización de Raymundo Cahuantzi y Saúl Rosales significó una reorganización. “No paramos en la defensa del territorio ni en el saneamiento del bosque, pero a ellos tampoco los dejamos solos… Hubo gente que, por miedo, se salió del colectivo. Y eso también es válido. Pero también hubo gente que se sumó”, explica Néstor Cuatianquiz.
Eso se notó en abril de 2023, cuando un gran incendio hizo ver su suerte a Tlalcuapan. Durante toda una semana, el fuego se apoderó de una parte de la montaña. Las llamas, dicen, se extendieron por unas cien hectáreas.
Ese día, Esperanza Huerta se derrumbó.
La mujer, alta y espigada como un pino, era la encargada de avisar a sus compañeros cuándo era preciso salir de una zona para no quedar en medio de las llamas. Mientras sus compañeras hacían brechas cortafuegos en una barranca, las llamas se intensificaron. Casi estaban encima de ellas. Esperanza Huerta les gritó que ya salieran de la zona. Lo hizo una, dos, tres veces, pero no la escuchaban. Fue entonces cuando ella quedó envuelta por la angustia. Cayó de rodillas. Las lágrimas apenas si limpiaron un poco su cara llena de tizne. “Estaba desesperada. Me decía: ‘Mis compañeros están en la cárcel y ahora mis compañeras están atrapadas entre el fuego’. Al final, ellas lograron salir, pero sentí un miedo que nunca había sentido”, cuenta al caminar por la zona en donde ella lloró esos días de abril de 2023.

Cuando el bosque se llenó de lumbre, algunas de las personas que habían dejado el colectivo a partir del encarcelamiento de Raymundo Cahuantzi y Saúl Rosales volvieron a subir a la montaña para sumarse al combate de las llamas. Durante una semana trabajaron para controlar el fuego.
El incendio se intensificó por las toneladas de ramas secas que habían dejado regadas los “corteños”, aquellas supuestas empresas que funcionarios estatales llevaron a realizar el saneamiento del bosque.
Una violencia que crece
Desde hace poco más de una década, Global Witness documenta las violencias en contra de los defensores ambientales y del territorio en el mundo. Desde 2019, esta organización alertó sobre el creciente uso de la criminalización. Incluso, en su informe sobre el año 2023 incluyó un apartado al tema y destacó que la criminalización se ha convertido en “una estrategia clave para restar autoridad a los movimientos en defensa de la tierra y el medio ambiente e interrumpir sus actividades, y actualmente es la táctica que más se utiliza para silenciar a las personas defensoras de los distintos países”.
La organización Front Line Defenders documentó que la criminalización (que incluye detención, reclusión y procesamiento) representó el 34 % de todas las agresiones que se registraron en el mundo en contra de las personas defensoras de derechos humanos durante el año 2022.
La criminalización comenzó a ser más evidente a nivel mundial en los últimos cinco años, pero en países como México, el uso del poder judicial en contra de las personas defensoras tiene larga data. Hay casos emblemáticos que así lo evidencian, entre ellos está el de Rodolfo Montiel y Teodoro Cabrera, campesinos ecologistas de la Sierra de Petatlán, en Guerrero, que lucharon para sacar de su territorio a una empresa estadounidense que realizaba un aprovechamiento inadecuado de los bosques de la Costa Grande de Guerrero. En 1999, Montiel y Cabrera fueron detenidos de forma arbitraria por miembros del Ejército, y torturados y acusados de delitos que no cometieron: portación de armas prohibidas y cultivo de marihuana. Estuvieron presos durante casi dos años. El caso llegó a la CIDH, donde se declaró que el Estado mexicano violó sus derechos humanos.

La criminalización también se ha cebado en el estado de Oaxaca, donde una Misión Civil de Observación, integrada por representantes de organizaciones no gubernamentales, documentó que al menos 55 personas defensoras del ambiente y el territorio enfrentaban procesos legales —la mayoría de ellas acusadas de ataques a las vías de comunicación— por oponerse al Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec, uno de los megaproyectos emblemáticos de la presidencia de Andrés Manuel López Obrador (1 de diciembre de 2018 – 30 de septiembre de 2024).
La abogada Gabriela Carreón Lee, co-coordinadora de la organización Territorios Diversos para la Vida (TerraVida), ha acompañado a personas defensoras desde hace casi una década. En ese tiempo, ha visto cómo se ha incrementado el uso del poder judicial para detener procesos de defensa ambiental y del territorio. También ha notado que, si bien antes era común que a los defensores se les acusara de “ataques a las vías de comunicación”, ahora se ha diversificado el tipo de delitos que se utilizan para criminalizarlos.
Carreón destaca que en la criminalización de una persona defensora participa todo el aparato estatal, desde cuerpos policiales y militares hasta autoridades locales o federales, fiscalías y, sobre todo, el poder judicial. “Este poder tiene una participación fundamental en los procesos de criminalización, porque son los jueces quienes legalizan o no las detenciones, son quienes deciden si la persona sigue sujeta a un proceso judicial o no”.
En informe publicado en septiembre de 2023, Amnistía Internacional destaca que la criminalización se dirige a personas que son consideradas como líderes o a las más visibles en los movimientos, a quienes se les intenta procesar por los delitos con todas las agravantes posibles, buscando así las penas más altas y que lleven sus procesos privadas de su libertad. Además, destaca que los procesos judiciales “suelen alargarse por diversas razones, creando un efecto amedrentador que propicia la intimidación hacia otras personas que también defienden las mismas causas”.

Semilla comunitaria
El Colectivo de Saneamiento y Restauración de la Malintzi Tlalcuapan no es un árbol solitario. Su nacimiento estuvo arropado por otras iniciativas comunitarias que, como los árboles que dan forma a un bosque, tienen sus raíces entrelazadas, comunicándose y sosteniéndose unos a otros. Una de esas iniciativas es el Colectivo Yoloaltepetl. Desde 2014, las mujeres que le dan vida se dedican a la enseñanza de la lengua náhuatl, así como a la difusión de la comida y las danzas tradicionales.
En ambos colectivos son las mujeres las que imprimen una personalidad especial a la organización. Ellas hacen de la resistencia y defensa del territorio actos festivos. Si realizan una marcha, una reforestación o trabajan en el vivero que crearon en 2022, no puede faltar la comida, las risas, el aroma de oyamel y la música. En una de las audiencias del juicio por el caso, por ejemplo, llevaron mariachis para dedicarles canciones a sus defensores encarcelados. Otro día, organizaron una posada afuera del tribunal.
Cada una de las personas que integran el colectivo tiene sus propios motivos para hacer comunidad alrededor del bosque.



Reina Cuatuanquiz, por ejemplo, encontró en el bosque la paz que tenía extraviada. Su esposo murió a causa de una enfermedad y su padre fue desaparecido. Ella y sus hermanos pasaron meses buscando a su padre hasta que lograron saber lo que pasó con él: al hombre que vendía artículos en abonos lo mataron para no pagarle. Los asesinos enterraron el cuerpo en el patio de una casa.
“Estaba muy deprimida. Un día, me invitaron a venir a reforestar a la Malintzi. Ese día me volví a sentir viva otra vez. Ese día sentí que otra vez tenía algo por qué luchar, algo en qué ocupar mis energías. Ese día vi que la Malintzi nos necesita. Aunque, en realidad, nosotros la necesitamos más a ella”, cuenta la mujer, de 51 años.
Francisca Rodríguez escuchaba a su esposo hablar del bosque. Él le contaba cómo la plaga mataba los árboles. Un día, ya no quiso sólo ser espectadora. Tomó su sombrero y se sumó a una de las cuadrillas de reforestación. “En este grupo hay vida. Aquí encontré eso: mucha vida”.
Quienes también dan vida a este colectivo son Eribel Bello, sus padres, sus hermanos e, incluso, sus abuelos, que ya no están presentes, pero que le enseñaron a respetar a la montaña. Para quienes integran el colectivo, la Matlalcueye es una madre dadora de vida: “Ella nos da el agua, el oxígeno, el alimento y hasta medicinas, porque en ella encontramos hierbas curativas. Todo lo que necesitamos, ella nos lo da”.

La sentencia
Desde las primeras horas del viernes 1 de marzo de 2024, habitantes de Tlalcuapan y comunidades vecinas se alistaron para marchar. Esa mañana recorrieron las calles principales de la ciudad de Tlaxcala llevando carteles, gritando consignas, ondeando banderas y haciendo sonar el huéhuetl (instrumento de percusión) y la tarola.
—¿Qué quiere el pueblo de Tlalcuapan?
—¡Justicia! —gritaban a todo pulmón los asistentes.
—¿Por qué?
—¡Porque son inocentes! ¡Soooon inocentes, las pruebas lo comprueban!
La marcha terminó frente al Palacio de Gobierno de Tlaxcala. Dos funcionarios salieron del lugar e informaron que el secretario de Gobierno recibiría a una comisión de la comunidad. La gente dijo que ese día no hablaría con ninguna autoridad. Hace ya tiempo que los integrantes del colectivo habían perdido la confianza en las palabras de los funcionarios.

Horas más tarde, en la sala de audiencias orales de la segunda instancia del Poder Judicial del Estado de Tlaxcala, las juezas Aída Báez Huerta, Rossana Rubio Marchetti y Olivia Mendieta Cuapio dieron inicio a la audiencia de sentencia. El abogado defensor y la parte acusadora presentaron sus últimos alegatos.
La defensa recordó que ya había presentado 60 pruebas que mostraban que, el día del linchamiento, Raymundo Cahuantzi estaba en la casa de uno de sus vecinos, que había organizado una comida comunitaria, lejos del lugar en donde sucedió el homicidio. También recordó que Saúl Rosales solicitó en vano la intervención de la policía municipal y que había sido encerrado en la oficina de la Presidencia después de que la muchedumbre le arrebató al hombre que acusaban de robo.
En la sala, las esposas y familiares de Raymundo Cahuantzi y Saúl Rosales escuchaban con atención. Las manos de una mujer acunaban una estampa religiosa del Justo Juez.
Al escuchar el veredicto, Alicia Meléndez, esposa de Saúl Rosales, no logró contener el llanto. Cuando salía de la sala de audiencias, en su desespero, preguntó: “¿Qué más quieren? Ya demostramos que él no participó”.

Las juezas argumentaron que, como presidente de la comunidad, Saúl Rosales tenía la obligación de salvaguardar la seguridad física de la víctima de linchamiento.
A Saúl Rosales se le juzgó como si fuera un presidente municipal y no alguien que fue elegido por votación a mano alzada, durante una asamblea comunitaria. En Tlaxcala, al menos 94 comunidades eligen así a sus presidentes comunitarios, personas encargadas de un abanico de actividades que van desde organizar fiestas religiosas, apoyar a la escuela, asegurarse que la clínica funcione, hasta representar a su pueblo ante el municipio. Para ocupar ese cargo tradicional, los interesados deben cumplir con varios requisitos, entre ellos ser mayor de edad y, sobre todo, probar que están comprometidos con su comunidad, que han participado en las asambleas, en los trabajos comunitarios y en la organización de las fiestas religiosas.
Las juezas, además, insinuaron que el linchamiento forma parte de la historia de la comunidad. Aquel argumento no tenía sustento, ya que en San Pedro Tlalcuapa, hasta entonces, no se había dado un linchamiento.
El abogado Neftaly Pérez comenta que “la insinuación que hicieron las juezas es un uso de estereotipos que está prohibido por las leyes mexicanas. Las juezas tendrían que haber pedido un estudio antropológico para conocer cómo es la cultura de la comunidad, cómo se elige a las autoridades comunitarias y qué obligaciones tienen para poder juzgar con perspectiva intercultural”.
Alicia Meléndez se pregunta:. “Si Saúl está acusado porque era el presidente de la comunidad, ¿por qué no están las autoridades, los que podían entrar y quitarle al pueblo al acusado?”.

“Las autoridades municipales y estatales no hicieron nada para atender la inseguridad que la comunidad ya había denunciado meses antes. Y luego no hicieron nada para evitar el linchamiento. Después, dirigieron toda la responsabilidad a Saúl Rosales”, comenta el abogado.
Hasta la publicación de este texto, Saúl llevaba tres años en la cárcel. En octubre de 2024 cumplió 50 años. Su familia y el colectivo siguen en lucha judicial para conseguir su libertad. No se resignan a que él permanezca en la cárcel por un delito que no cometió. Han presentado un amparo en contra de la sentencia, pero la resolución de ese recurso puede tardar un año o quizá más, debido a los cambios que se darán en el Poder Judicial de la Federación a partir de septiembre de 2025.

Un efecto que se expande
Además de estar a cargo de la presidencia de la comunidad, Saúl Rosales sembraba maíz, frijol, calabaza. Él siempre fue campesino. Desde que lo detuvieron, su campo de labranza está abandonado y a su esposa se le multiplicaron sus tareas.
Alicia Meléndez ahora no sólo atiende la tienda que le da el sustento, también cuida a su padre, a su hijo menor de edad y anda de un lado a otro, en reuniones con abogados, con la gente del colectivo, vendiendo bolsas que Saúl Rosales fabrica en la cárcel para mantenerse ocupado y ayudar, aunque sea un poco. Por su parte, las dos hijas mayores abandonaron sus estudios universitarios para dedicarse a trabajar y ayudar a su mamá con todos los gastos, que se desbordaron con los costos del proceso judicial.
El que sí continúa en la escuela es el hijo menor de Saúl Rosales, el niño que en agosto de 2022 entregó una carta al entonces presidente Andrés Manuel López Obrador durante una visita que realizó a Huamantla. En esa carta, el niño le pidió al presidente que sacara a su papá de la cárcel. La única respuesta que obtuvo fue una acción que es lugar común de los políticos: un beso en la frente.

El hijo mayor de Raymundo Cahuantzi tiene 24 años y un enorme parecido físico con su padre. Su voz no oculta la indignación al contar cómo el encarcelamiento de su padre afectó a su familia. Para todos fue un descalabro, pero quienes más lo resintieron fueron sus hermanos pequeños: el adolescente presentó ataques de ansiedad y el de cinco años conoció lo que es la tristeza y el miedo. Lloraba todo el tiempo, dejó de jugar, olvidó los sonidos de ciertas letras y su timidez se acrecentó. Desde que su papá salió de la cárcel, trata de no despegarse de él. En las noches se levanta de su cama para corroborar que su padre está en casa.
La criminalización es como una bomba: sus efectos son expansivos. No sólo amenaza la libertad de la persona, también ataca su salud y su economía. Descoloca a la familia, a la comunidad. Y, en algunos casos, provoca que la defensa del ambiente y el territorio se abandone o que deje de ser la prioridad.
Ofrenda para la montaña
San Isidro es el santo patrón del campesino. Cada 15 de mayo se le honra y se le pide que mande la lluvia necesaria para una buena cosecha. Ese día, los campesinos de Tlalcuapan suben en procesión a la montaña para dejar flores, incienso, pulque (bebida tradicional que se realiza con la fermentación del mucílago de ciertos agaves) y canastas con maíz, calabaza y ayacote, ese frijol grande de color negro-morado que forma parte de la comida de esta región. En la ofrenda no pueden faltar las blusas bordadas, el espejo, las peinetas y los listones de colores para las trenzas de la Matlalcueye.
En varios momentos del año 2023, habitantes de Tlalcuapan ofrendaron a la montaña canastas en donde también se colocaron las fotografías de Raymundo Cahuantzi y Saúl Rosales. Cuando el juicio oral estaba a punto de comenzar, los integrantes del colectivo subieron a la montaña para dejarle una nueva ofrenda. Ese día, colocaron la canasta a los pies de un enorme ocote. Es el mismo árbol que ahora muestra Esperanza Huerta con un orgullo que casi la desborda: “En esta área, ese ocote es el único árbol grande que se salvó de la plaga y del incendio. Él hace que tengamos fe de que recuperaremos este bosque”.
Ese ocote es un sobreviviente.

Un día después de que salió de la cárcel, Raymundo Cahuantzi llegó hasta los pies del gran ocote sobreviviente para dejar a Matlalcueye una ofrenda. Esa fue su manera de agradecer el poder regresar a su casa, a su pueblo, al bosque. También fue su forma de pedir por la libertad de Saúl Rosales.
Ahí, en la montaña, Raymundo Cahuantzi le preguntó a sus compañeros si la expansión de la plaga ya se había detenido y cuántos árboles se habían salvado.
“Cuando escuché y miré que no había sido sólo uno, sino que miles de árboles se habían salvado, sentí una alegría grandísima. Esa alegría fue vitamina para mí. Les dije a mis compañeros: ‘No importa el dolor que hemos pasado, los árboles están sanos y ahora hay que trabajar para recuperar la montaña que se afectó por la plaga y el incendio. Ahora, hay que trabajar para sacar a Saúl de la cárcel’”.

Recuperar una montaña
En la amplia extensión de tierra que fue afectada por el incendio de 2023, ahora predomina el pastizal. La presencia aislada de algunos madroños, encinos y ocotes recuerda que este sitio era un bosque tupido. Hoy, los integrantes del colectivo trabajan para que este lugar recupere eso que fue y para ello realizan jornadas de reforestación.
“Seguiremos siendo defensores del territorio, porque amamos a nuestra montaña… Hoy gran parte de nuestra montaña está dañada, pero mire estos arbolitos que se salvaron del incendio. Ellos también están haciendo su lucha por sobrevivir”, dice Reina Cuatianquiz.
Durante una de las jornadas de reforestación, Reina y sus hermanas, enseñan a los niños y a los adultos novatos el arte de sembrar árboles: indican cómo se debe hacer el orificio para colocar con esmero al pequeño árbol, cómo se distribuye la tierra, cómo se hace un cajete —una especie de olla alrededor del arbolito para retener el agua—, y hacen énfasis en la distancia que debe existir entre cada uno.
Ellas saben que plantar árboles tiene su ciencia.
La siembra de los cerca de cien árboles culmina con la comida: se comparten los alimentos que han preparado las mujeres que, desde sus cocinas, también colaboran en el cuidado de la Matlalcueye.
A lo lejos se mira un águila parada en el tronco de un árbol que sigue en pie en medio de una zona dominada por el pastizal. Las mujeres del colectivo celebran ver a esa ave imponente. Observarla emprender el vuelo en la montaña, en su Matlalcueye, las llena de ánimos. Es una señal de que su montaña sigue viva. Y eso les inyecta de energía para seguir con su exigencia: la libertad de su compañero Saúl Rosales.
