Oro blanco: la violenta disputa por el agua

En la puna de Jujuy, en el noroeste argentino, treinta y tres comunidades indígenas de Salinas Grandes y Laguna de Guayatayoc, resisten hace una década el avance de la minería de litio. Ni los conflictos judiciales ni las amenazas que son moneda corriente en la provincia paralizaron su reclamo: defienden el agua, quieren sostener su modo de vida ligado a los salares y exigen que las empresas que ponen en riesgo hídrico la zona se vayan de sus territorios.

Desde hace unos años, el desierto de la Puna jujeña en el norte de Argentina sufre una mutación particular. Cerca del cruce de la ruta nacional 52 y la ruta 70, a 4.000 metros de altura, se extiende por 14 kilómetros un racimo de caños que conectan la cuenca Cauchari – Olaroz con la planta de carbonato de litio de la minera Exar. Son del ancho de una persona y, en 2021, cuando comience la extracción, transportarán miles de litros de agua con salmuera cada día hasta los piletones de evaporación.

Una vez que se haya secado, el carbonato de litio tendrá varios destinos, principalmente Estados Unidos, China y Japón. En esos países se convertirá en ion litio para utilizarse en casi toda la industria tecnológica liviana que llevamos en las mochilas: tablets, celulares, notebooks, y, sobre todo, en la elaboración de baterías para autos eléctricos. La proyección de la empresa Exar -de capitales chinos y canadienses- indica que en esta cuenca existen reservas para extraer un total de 40.000 toneladas de carbonato de litio por año, durante 40 años, y ya anunciaron una inversión inicial de 565 millones de dólares. Sólo en la provincia de Jujuy existen 13 proyectos de este tipo en marcha.

Cristian Aragón tiene 55 años y una empresa contratista que vende insumos para la explotación minera, específicamente para el trabajo en los salares. En este proyecto está encargado de construir parte de la tubería externa con la que Exar va a transportar la salmuera.

Ahora está en la garita de seguridad que controla el ingreso y egreso de los empleados de la planta de Exar. Espera que lo pasen a buscar. Fuma. Lleva anteojos negros. Camisa gris. Pañuelo de seda al cuello. Jeans azules. Botas de trabajo. Y un bolso de cuero de cocodrilo que hace juego con otro par de botas del mismo material.

Exar prevé comenzar con la extracción de litio en 2021. Crédito: Martín Kraut.

Del otro lado de la garita, a unos dos kilómetros de distancia, hay 24 piletones que ya están listos y miden 300 metros de ancho por poco más de dos kilómetros de largo. Cristian es de Santiago de Chile pero desde hace unos años vive en Susques, una localidad que hace de base temporal para los mineros de la zona y para las empresas. Como Sales de Jujuy, que ya extrae litio del salar de Olaroz. O Southern Lithium, que comienza en marzo de este año a levantar su campamento en el salar de Cauchari. A Cristian todavía le falta un año más en el proyecto pero no piensa volver a Chile. Antes de subirse a una camioneta del Ministerio de Cultura y Turismo de Jujuy dice que no extraña su país. Da una última pitada, quema el filtro, y sonríe:

—Yo vine a hacerme millonario, huevón.

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Solo hace unas décadas se empezó a reconocer al litio a escala global por su capacidad para almacenar energía. Su irrupción en el mercado mundial tiene fecha, marca y modelo: en 1991 Sony presentó una filmadora de mano que, a diferencia de las anteriores, llevaba una batería más pequeña, liviana y duradera, las tres claves para entender el boom.

Desde ese momento el mercado del litio creció haciéndose presente en cada innovación: celulares, tablets, laptops, cámaras digitales y autos eléctricos. Sin ellas Samsung sería impensable. Apple no existiría tal como la conocemos. Y el mercado de los autos eléctricos que hoy dinamiza el 40 por ciento del litio que se demanda en el mundo, tampoco. Tal vez por eso los padres que colaboraron en distintos momentos y laboratorios para que esta criatura de almacenamiento energético existiera, los químicos Akira Yoshino y Stanley Whittingham y el físico John B. Goodenough, ganaron el Premio Nobel de Química en 2019.

Se dice que las reservas que comparten Chile, Argentina y Bolivia son suficientes para que la región se pueda colgar el título de la “Arabia Saudita del litio”.

Del litio se dicen muchas cosas. Que es el oro blanco del futuro, el mineral estrella de los próximos cincuenta años. Que es el petróleo del siglo XXI, el mineral que va a redimir más de dos siglos de combustibles fósiles una vez que se agoten. Se dice que las reservas que comparten Chile, Argentina y Bolivia son suficientes para que la región se pueda colgar el título de la “Arabia Saudita del litio”. Y hay quienes encuentran en su nombre un sinónimo de desarrollo. Otros descreen que sea una promesa de salvación si no hay antes una discusión profunda sobre la transición energética. Lo cierto es que desde el inicio del siglo el valor de la tonelada de carbonato de litio se multiplicó por diez. Pasó de 1.590 dólares en 2002 a 16.500 en 2018.

Hoy, los países que compiten por el recurso primario están en el norte global: China, Corea del Sur, Estados Unidos, Alemania y Japón. Pero son los asiáticos —principalmente China— los que producen mayor valor agregado: importan o extraen la materia prima, fabrican con ella bienes industriales y tecnológicos para el consumo interno y también los exportan, incluso para Estados Unidos y Europa. Alrededor del 50 por ciento de la oferta en el mercado mundial de baterías sale de Asia. Están ganando la carrera de la innovación: la transición energética tiene sede en Shanghai.

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Como todos los días, la mañana del 4 de febrero de 2019 Inés Lamas se subió a la moto. El sol comenzaba a aclarar los cerros de la Puna jujeña. Como todos los días, hizo 35 kilómetros de ripio hasta el puesto de ventas que atiende al costado de la ruta nacional 52, a la altura de Salinas Grandes.

En esa zona, al este de la ruta nacional 40, en las Salinas Grandes y la laguna de Guayatayoc, está puesta la atención principal de las empresas mineras de origen australiano, holandés, canadiense, chino y japonés.

Ese día Inés no frenó a vender pulóveres de llama, ni a ofrecerse como guía del salar. Esa vez siguió de largo hasta la laguna de Guayatayoc, al norte de las salinas. Junto a ella 200 personas llegaron desde todas las comunidades indígenas kollas locales alertadas por una información: estaban excavando en la laguna para saber si se podía extraer litio.

os que no se emplean en el ámbito municipal se dedican a la cría de animales como cabras o llamas y a cultivar papa, maíz, cebada, ajo, cebolla. Otros, como Inés, trabajan como guías y venden sus productos. Crédito: Martín Kraut.

El misterio del oro blanco se comentaba en la zona desde hace casi 20 años. Ahora se materializaba en camiones y perforadoras. Cuando los trabajadores de la minera Ekeko vieron a la multitud acercarse, soltaron sus herramientas. El reclamo era innegociable: “No al litio”.

—Apenas nos enteramos de que estaban excavando —dice Inés— fuimos todas las comunidades para decirles que nunca les habíamos dado consentimiento. Acampamos en el lugar y les dimos siete días para que se fueran.

Sus integrantes decidieron quedarse hasta que se fueran los operarios, que para ese momento ya habían excavado tres pozos en la laguna.

La Mesa de Salinas Grandes —donde los referentes se reunían mensualmente— se amplió con los pobladores y los comuneros de las 33 comunidades que viven en la zona y se transformó en la Asamblea Permanente de la Cuenca de Salinas Grandes – Laguna de Guayatayoc. Sus integrantes decidieron quedarse hasta que se fueran los operarios, que para ese momento ya habían excavado tres pozos en la laguna.

Después de varios días de acampe y protestas, la empresa Ekeko -propiedad de Daniel Galli y Carlos Sorentino- retiró su tropa del lugar.

La contratista tomó su nombre para ser la avanzada de otra minera, la canadiense AIS Resources, que pretendía comenzar la extracción del litio en la laguna.

El ekeko es una figura mítica de la cultura andina, vinculada a la abundancia, la fertilidad y la alegría. La contratista tomó su nombre para ser la avanzada de otra minera, la canadiense AIS Resources, que pretendía comenzar la extracción del litio en la laguna.

Inés tiene 47 años. Vende pequeños ekekos de lana, que lejos de estar asociados a esa contratista minera evocan al dios de la fertilidad. No se saca nunca los anteojos negros. Está cubierta con un gorro y un polar rojo de montaña. Acá, en este desierto blanco, recortado por estrías a 4.096 metros de altura, un sol frío rompe pieles y ojos sin prisa ni dolor.

Crédito: Martín Kraut.

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Junto a Bolivia y Chile, Argentina es parte del Triángulo del litio, donde —según el Servicio Geológico de Estados Unidos— se encuentra el 67 por ciento de las reservas mundiales. En Argentina, las provincias de Salta, Jujuy y Catamarca se reparten la distribución del recurso en salmuera. El primer proyecto en el país comenzó en Catamarca en 1998 con la estadounidense Frontera Mining Corporation (FMC), que actualmente extrae litio del salar de Hombre Muerto a un ritmo de 22.500 toneladas por año.

El segundo es Sales de Jujuy, que desde 2015 extrae carbonato de litio del salar de Olaroz, a 50 kilómetros de Salinas Grandes, gracias a la inversión mayoritaria de la australiana Orocobre y del fabricante de autos japonés Toyota. Con JEMSE dentro del proyecto, la provincia de Jujuy participa con un 8,5 por ciento de la torta accionaria. En cuarenta años la empresa prevé sacar 6,4 millones de toneladas de carbonato de litio. Ya produjo 17.500 anuales y llegarán a los 25.000, también anuales. Además, estiman que extraerán 19,3 millones de toneladas de potasio. Como la mayoría de las mineras que trabajan en los salares argentinos, el potasio es el segundo mineral de gran concentración en la salmuera.

Por ahora, solo FMC y Sales de Jujuy extraen y exportan carbonato de litio. Los proyectos de Olaroz-Cauchari y el de Salar del Rincón, en Salta, son los más próximos a imitarlos e iniciar actividades: cuando lo hagan, el país podría llegar a exportar 130.000 toneladas por año. Otros siete están avanzados, en etapa de prefactibilidad. Y más de ellos hay más de 50 iniciativas: en total abarcan 8.760 kilómetros cuadrados de los salares del país, casi cuarenta y tres veces la superficie de la Ciudad de Buenos Aires.

En el mar de los millones, la inmensidad de la cuenca de Salinas Grandes –  Laguna de Guayatayoc despierta el apetito de las mineras del mundo. Abarca una superficie aproximada de 17.522 kilómetros cuadrados y se extiende desde el sur de San Antonio de los Cobres, en la provincia de Salta, hasta el norte de Abra Pampa, en la provincia de Jujuy.

Alicia Chalabe trabajaba en conflictos ambientales en localidad jujeña de Abra Pampa cuando, en 2009, la comunidad de Santuario de Tres Pozos la contactó para que los asesorara frente a una empresa extranjera que quería ingresar y explorar su territorio. Desde entonces se convirtió en abogada de las comunidades.

La Secretaría de Minería de Jujuy aprobó la factibilidad del proyecto a pesar de que Ekeko no contaba con la autorización de las tres comunidades

Alicia Chalabe.

Chalabe explica que, en el caso de Salinas Grandes – Laguna de Guayatayoc, la Secretaría de Minería de Jujuy “aprobó la factibilidad del proyecto a pesar de que Ekeko no contaba con la autorización de las tres comunidades; sólo Rinconadillas lo había hecho. En lo fáctico, dividieron el territorio minero, algo que no permite el código de minería ni la Corte Suprema de Justicia. Ambos son claros, no se puede hacer estudios de manera parcial”.

En tanto, Carlos Oheler, presidente de Jujuy Energía y Minería Sociedad del Estado (JEMSE), puso en dudas la legitimidad del reclamo. “Estamos en proceso de buscar consensos con las comunidades para poder entrar en territorios que, en términos reales, son propiedades fiscales pero que tienen un pedido de reconocimiento no formalizados en algunos casos, en otros sí, como territorios comunitarios”.

JEMSE fue creada en 2011 por el gobierno de Jujuy con el fin de participar en los distintos procesos de la industria minera. Tiene intervención en cuatro áreas: la minera, donde se investigan las líneas de posible de explotación; la hidrocarburífera; la de energía renovables; y todo lo relacionado al agregado de valor a la producción primaria minera.

Declararon a las Salinas Grandes y a la laguna de Guayatayoc como “patrimonio cultural ancestral y natural de los pueblos originarios”

El 24 de febrero del año pasado, semanas después de desalojar a los trabajadores de Ekeko, 500 personas de todas las comunidades cortaron y acamparon durante tres días sobre la ruta nacional 52 a la altura de Saladillo para amplificar su reclamo. Declararon a las Salinas Grandes y a la laguna de Guayatayoc como “patrimonio cultural ancestral y natural de los pueblos originarios”. Pidieron que se acercara el gobernador jujeño, Gerardo Morales, pero el mandatario sólo envió a la secretaria de Pueblos Indígenas, Alejandra Liquin.

Desde ese momento, instalaron tranqueras para controlar los accesos a un territorio de 212 kilómetros cuadrados y organizaron una red de comunicación entret las comunidades, cada una integrada por entre 500 y 700 personas.

Queremos que este recurso natural se respete y se defienda por la gente. Venimos trabajando de generación en generación. Nuestros ancestros han vivido y han trabajado acá. Siempre nos hemos mantenido sin la necesidad de emigrar —asegura Inés—. Tenemos el derecho de defender nuestro territorio y que el gobierno respete la posición de cada comunidad sobre los recursos naturales.

Todavía sobre esa misma ruta pero ahora en estado de alerta, Inés sintetiza el espíritu de la lucha que comenzó cuando, en 2008, llegaron las primeras mineras interesadas en la exploración de litio.

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El miércoles 28 de marzo de 2012, a las 10 y media de la mañana,  Alicia Chalabe subió al cuarto piso de los Tribunales de Talcahuano 550 -Buenos Aires-, se acercó al estrado de la sala de audiencias de la Corte Suprema de Justicia, abrió su agenda y dirigió su mirada adonde estaban sentados los jueces Juan Carlos Maqueda, Elena Highton de Nolasco, Ricardo Lorenzetti y Carlos Fayt. Fue la segunda en hablar; antes, el comunero Liborio Flores había relatado los daños generados por las empresas que exploraban sin permiso en su territorio, en Salta y Jujuy.

Detrás de Chalabe escuchaban atentos más de 60 indígenas de Salta y Jujuy que habían viajado cerca de 1.500 kilómetros para ser testigos de la segunda vez que una demanda de los pueblos originarios llegaba al Tribunal Supremo. Veinte días antes, el cacique qom Félix Díaz había hecho historia reclamado ante la Corte por las tierras ancestrales de la comunidad Potae Napocna Navogoh en la provincia de Formosa.

El Gobierno y las empresas mineras tenían que cumplir con el derecho a la  consulta previa, libre e informada.

Alicia Chalabe.

La abogada, de saco verde y aros con forma de sol puneño, acomodó el micrófono y durante media hora defendió el reclamo indígena: el Gobierno y las empresas mineras tenían que cumplir con el derecho a la  consulta previa, libre e informada. Para ella y las comunidades la demanda era clara. Pero para los jueces no.

— ¿Cómo explicaría esta pretensión de consulta? —preguntó Lorenzetti.

Alicia explicó: las comunidades piden que se respete el derecho a la consulta previa libre e informada que está detallado en el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y que Argentina ratificó en 1992.

El cartel fue colocado por las comunidades en Salinas Grandes durante la asamblea y el corte de ruta en febrero de 2019. Crédito: Martín Kraut.

— ¿Y en qué consistiría la intervención de las comunidades antes de que se otorguen los permisos de exploración? —interrogó el juez Maqueda, lapicero en mano, sin levantar la mirada de las hojas que sostenía.

Alicia aclaró: el proceso lo tiene que hacer el Estado y no las empresas, deben consultar a los representantes que los pueblos elijan y tiene que contemplar la adecuación cultural de la consulta.

— ¿Pero el Estado ha llevado estas consultas a las comunidades? —repreguntó Maqueda.

Alicia respondió que no.

—Concrétemelo un poco, porque me queda volando lo que ustedes piden. ¿Qué se espera de esta Corte? ¿Qué se espera de la sentencia? — interrogó Highton.

Alicia aclaró una vez más: que se cumpla con la consulta de acuerdo a los estándares internacionales y en el marco de los derechos humanos.

Highton juntó las manos y arqueó las cejas.

—Para la Corte tiene que haber un conflicto en concreto. Y esto ni siquiera es una demanda declarativa. Todo es muy hipotético, pero yo no veo un caso.

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Nueve meses después de la discusión en el 4° piso de Tribunales, con la firma de los mismos cuatro jueces, la Corte rechazó la acción de amparo, declaró su incompetencia y devolvió la causa a los juzgados provinciales. Pero las comunidades ganaron visibilidad y, por unos años, las empresas dejaron de presionar en Salinas Grandes. Después de la visita de James Anaya, entonces relator especial de Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas, y las acciones ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), los años 2014 y 2015 transcurrieron con cierta calma. Mientras en Olaroz las empresas intentaban de un modo u otro que las comunidades aprobaran los proyectos litíferos, las 33 comunidades aprovecharon la experiencia ante la Corte para elaborar un protocolo de consulta.

—Fueron años de reuniones para informar y debatir cómo se los debía consultar según su cultura y su forma de vida. En esas asambleas empezaron a deconstruir la relación jerárquica entre el funcionario que sabe y la comunidad ignorante— cuenta Pía Marchegiani, Directora de Política Ambiental de la Fundación Ambiente y Recursos Naturales (FARN) que trabaja con las comunidades desde 2011.

A finales de 2015 terminaron el primer protocolo biocultural comunitario de la Argentina, que lleva el nombre de Kachi Yupi y significa ‘huellas de sal’ en quechua. Lo pensaron para dialogar con el mundo jurídico y defender una cosmovisión anclada en el territorio. Tal vez por eso a lo largo de sus 42 páginas se cuelan comparaciones entre la cosecha del mineral y el proceso consultivo: así como hay momentos para cosechar y para resolver, dicen, también los hay para que la sal y las decisiones se dejen reposar, maduren y se cristalicen.

Se calcula que una explotación promedio de litio en Argentina utiliza diez millones de metros cúbicos de agua por año. Crédito: Martín Kraut.

En aquel entonces Gerardo Morales asumió como gobernador de Jujuy. Tomó nota del protocolo y prometió que lo reconocería a través de un decreto. Cuatro años después, el compromiso sigue en la lista de pendientes. Más aún: el Estado tampoco garantizó la consulta previa, libre e informada de acuerdo a los estándares internacionales y avanzó con los procesos de licitación realizados por JEMSE, a la vez que las empresas mineras incursionaron en los territorios ignorando la voz de quienes se oponían. Frente a esta nueva escalada, las comunidades de Salinas Grandes volvieron a presentarse ante la Corte Suprema, esta vez, mediante una acción de amparo ambiental.

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Dos turistas se turnan para sacarse fotos. Uno se aleja hacia la línea del horizonte y el otro estira la mano para generar un juego óptico en el que parece que lo sostuviera en miniatura. Otros simplemente caminan. Todos están en remera. Es mediodía. El sol pega recto.

Un tractor amarillo recorre la vera de la ruta 52 hasta llegar a la única cooperativa minera dedicada a la extracción de sal en bloque en estas tierras blancas.

En el camino, pasa por el costado de un cartel instalado en el principal acceso para los turistas durante el corte de ruta de aquel 24 de febrero. Dice: “Salinas Grandes. Es una de las 7 maravillas de Argentina. Las comunidades originarias decimos No al litio. Sí al agua y a la vida en nuestros territorios”.

Néstor Alberto es el presidente de la comunidad aborigen de Pozo Colorado, un caserío de adobe y camino de ripio a media hora en auto desde las salinas. Almuerza junto a los trabajadores de la cooperativa. Sólo un grupo sale de la sombra para bajar bolsas de un camión. Son cuatro. Tienen el cuerpo totalmente cubierto. Las caras tapadas con pasamontañas. Los ojos con lentes negros. Si estuvieran en la puerta de un banco, parecerían el cliché hollywoodense de una banda de ladrones. Pero, como Néstor, trabajan de sol a sol para ganar, en promedio, 16.000 pesos argentinos (unos 260 dólares) mensuales. A veces se toman vacaciones.

— ¿Es un trabajo insalubre?

Néstor hace una mueca de fastidio.

— ¿Insalubre? Nosotros somos hijos de la tierra, de la pacha. Acá no hay daño, ni para ella ni para nosotros, que hemos vivido así sin minería, ni litio ni nada. Felices. Y así es como queremos seguir.

Tiene 51 años. Cinco hijos y cuatro nietos. Todos estudian en la ciudad para después “regresar con su conocimiento y ayudar a la comunidad”. Dice que a él todavía le falta mucho para dejar de trabajar. Que se lo va a pedir el cuerpo. Como a Inés, nunca se le verán los ojos. Sus gafas espejadas le dan un aire bizarro de surfista. Un sombrero de explorador marca Adidas le cubre la cara, las orejas y la nuca.

La cooperativa que integra desde su inicio, en 1993, hoy le da trabajo a 30 familias de las comunidades de Pozo Colorado y San Antonio Tres Pozos. Trabajar en el salar es producto de un devenir previsible e histórico para la mayoría de los hombres de estas comunidades. Néstor habla del trabajo como una actividad inherente a su desarrollo. Y de su abuelo —de los abuelos— como la figura principal en la transmisión del conocimiento y de la cosmovisión vinculada al trabajo y al respeto de la tierra. De chico ayudaba a su familia con el cuidado de los animales. A medida que se alejaba de la niñez, se integraba cada vez más al desierto blanco hasta conocer cada etapa del proceso de extracción de sal. “Es el medio de sustento de la zona”, dice.

—Desde 2008 vienen empresas queriendo explorar y haciendo estudios. Y es siempre lo mismo. Generan un daño irreversible al ambiente porque extraen el agua de los salares. Se saca más agua de la que entra y se genera un desequilibro.

Hace 11 años las mineras quisieron comprar los derechos de explotación de sal a la cooperativa de Néstor. Les ofrecieron un millón de dólares. Los trabajadores lo rechazaron.

Crédito: Martín Kraut.

—A la empresa que venga —dice Néstor— la vamos a sacar como sea. Si tenemos que derramar sangre por la defensa de la Pachamama, lo vamos a hacer.

Durante el conflicto de febrero pasado, Néstor Alberto junto a otros comuneros, cruzaron los cerros que los separan de la cuenca Cauchari – Olaroz para observar las consecuencias del proyecto minero activo en esa región.

Ya está bajando el agua de las vertientes, se secaron las aguadas de donde toman agua los animales. Es una lástima cómo se está dañando el lugar.

En un informe de 2018 el hidrólogo Marcelo Sticco, en colaboración con FARN, concluyó que existe un “riesgo muy probable de degradación irreversible de las reservas de agua dulce que yacen en los bordes de la cuenca y por debajo de los abanicos fluviales”. Las consecuencias se verán, según ese mismo informe, en “la rotura del suelo superficial de las salinas actuales, la alteración del sistema hídrico superficial y una afectación significativa del proceso ancestral de cosecha de sal”.

Sales de Jujuy extrae desde 2015 carbonato de litio del salar de Olaroz. En cuarenta años la empresa prevé sacar 6,4 millones de toneladas. Crédito: Martín Kraut.

Es que para extraer el carbonato de litio las empresas evaporan en piletones durante 18 meses una enorme cantidad de agua que proviene del bombeo de los salares: dos millones de litros de salmuera por tonelada, que se suman al agua dulce utilizada durante la purificación del recurso. En una de sus investigaciones, Victoria Flexer, científica del Centro de Energía y Materiales Avanzados de Jujuy, dedicado al estudio y desarrollo del litio, calcula que “para un salar con una concentración de 700  partes por millón de litio, se evaporarían 7.669.388 metros cúbicos de agua de salar en una operación de 20.000 toneladas anuales de carbonato de litio”. Es decir, la misma cantidad que consume una ciudad de 70.000 personas en 12 meses. En una región con precipitaciones menores a los 200 milímetros anuales, la actividad genera un desbalance hídrico. Al extraer la salmuera, el agua dulce de las napas periféricas se desplaza para rellenar la que hace falta, se mezcla y se saliniza de manera irreversible.

Néstor describe Olaroz como un lugar todo perforado, con mucho movimiento y terraplenes por todos lados, donde las comunidades dejaron de tener libre acceso.

—Si no se puede circular libremente por un lugar, quiere decir que se privatizó. Eso no lo vamos a permitir nunca.

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Catua está a 20 kilómetros del Salar de Cauchari y es una de las diez comunidades atacama que habita la cuenca de Olaroz-Cauchari. Para llegar hay que atravesar un valle aprisionado entre cerros con distintas tonalidades de rojos, mezclados con otros de color amarillo, de color marrón. Uno tras otro, como el fuelle de un coloso a 4.000 metros sobre el nivel del mar. En el piso, el desierto frena y avanza ante manchones de vegetación y ojos de agua grandes como una pileta de barrio. A unos 35 kilómetros corta la línea fronteriza con Chile.

Las casas mezclan adobe, cemento y chapa. Tienen los colores de los cerros. Son las cinco de la tarde. El sol pega frío. Viven unas 700 personas pero no hay nadie en las calles, que están repletas de tachos de basura rojos y amarillos con un letrero: South American Salars, Advantage Lithium. Un acueducto al descubierto atraviesa este pueblo. El presidente de esa minera, Miguel Peral, se acercó para convencerlos de lo beneficioso que será el proyecto de extracción del litio en el sector del salar de Cauchari que le corresponde a esta comunidad. De no mediar ningún conflicto, los trabajos comenzarán en marzo.

Peral, junto a sus gerentes, reunió a la comunidad y le prometió que con el proyecto comenzarán las obras para pavimentar las calles y hacer llegar un gasoducto con gas natural que los libere del trajín cotidiano de la garrafa. Para tranquilizar a la población, también mostraron los exámenes ambientales que aseguran que no habrá daños ecológicos ni otras consecuencias negativas para la naturaleza y la población. El estudio lo hizo la propia South American Salars

Crédito: Martín Kraut.

Por el momento, lo único que se escucha es el viento. Para hablar con alguien hay que golpear las puertas de las casas.

La madera cruje. Abre una anciana. Dice que puede preparar un plato de comida. Va a tardar. Un viento repentino levanta polvo, ataca los ojos, la boca, y, como una ola que muere, vuelve al llano.

—Acá sólo hay viento y tierra.

La comida ya no interesa. Vuelve el silencio. Hasta que frena un camión cisterna que trae agua potable para los vecinos. Lo maneja Juan Nievas, comunero y escribiente de las actas en las que participa Rosendo Gerón, presidente de la comunidad aborigen Coquena-Pueblo Atacama. Gerón trabaja para la municipalidad. Tiene 50 años y siete hijos que viven en San Salvador de Jujuy.

Ya sentado en la casa de Nievas, Gerón pasa de la desconfianza a la ansiedad. Un cuadro de River Plate es el único adorno colgado. Gerón habla. Nievas anota.

—No tenemos ganadería, no tenemos agricultura ni turismo. La minería es lo único que tenemos. Por eso, el apoyo de la comunidad a los proyectos de litio es total. Sabemos que en otras comunidades trajo beneficios a los emprendimientos locales, como servicios de catering, de carga de pasajeros, de hospedaje.

Gerón nunca visitó una planta de carbonato de litio. Dice que no hay más de 20 desempleados en Catua. De todas maneras, está convencido de que la prosperidad de su gente está atada a la voluntad de las mineras.

—Ya aprobamos todo con la provincia; así que, si Dios quiere, pronto tendremos en Cauchari otra minera que comience a trabajar.

Sin embargo, la industria del litio —y de la minería en general— no pareciera tener una potencialidad laboral abrumadora en Argentina. Un estudio realizado en 2019 por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) indicó que “dado el carácter de capital intensivo de los procesos mineros, no se puede esperar un gran impacto en materia de empleo”. En Jujuy se tradujo —durante 2018— en 566 puestos de trabajo directos vinculados al litio, incluidos los 187 trabajadores que a diciembre de ese año formaban parte de la planta permanente de la minera Exar y los 140 de Sales de Jujuy. En Catua, solo 12 personas están contratadas en el rubro minero.

Las mineras son sinónimo de despojo y de nuevos escenario de violencia.

Para otros pobladores de la zona, las mineras son sinónimo de despojo y de nuevos escenario de violencia. Las siete familias que componen el Colectivo Apacheta fueron víctimas de las amenazas y el hostigamiento en 2012, cuando uno de ellos recibió una paliza y terminó en el hospital con distintos golpes en el cuerpo.

Se trataba de Hipólito Guzmán, hermano de Carlos Guzmán, uno de los referentes de este Colectivo en torno al cual se habían organizado para resistir a la explotación del litio en la zona. Hipólito también era parte de la Asamblea y comisionado rural de Susques. Poco antes del ataque, ya había denunciado amenazas y agresiones verbales por su posición anti minera.

—La gente de la empresa y parte de la comunidad nos señalaba: decían que éramos rebeldes, que no los dejábamos trabajar. Incluso el Gobernador Gerardo Morales llegó a decir que los que estábamos en contra del litio teníamos que dejar de usar celulares —cuenta Carlos—.  Nosotros nos preguntamos, ¿entonces todos los que están a favor de la minería van a dejar de tomar agua?

En la causa intervenio la Fiscalía de turno 7 de Osinaga Gallacher pero, años después, no se registraron avances sobre los verdaderos responsables de la agresión.

la representante de la Justicia y el defensor de los intereses de la empresa eran mujer y marido.

La violencia continúa, también, en los tribunales de justicia. Es lo que le sucedió a Reinaldo Casimiro, que vive a unos dos kilómetros del Salar de Cauchari explotado, entre otros, por la minera Exar. Desde que la empresa instaló su planta de litio en la zona empezó a ver cómo sus llamas, sus cabras, sus burros y sus ovejas adelgazaban a un ritmo llamativo. No eran un problema de los animales, sino de su ambiente: se estaban quedando sin pasto para comer. Casimiro enfrentó a la minera y a la Secretaría de Recursos Hidrícos provincial, que es la que otorga los permisos de las canteras, a través de una acción preventiva. Poco tiempo después se dio cuenta de un detalle preocupante: la representante de la Justicia y el defensor de los intereseses de la empresa eran mujer y marido.

—El caso está a cargo de la Dra. María Laura Flores, jueza de primera instancia del Juzgado Ambiental de Jujuy. Su marido es el abogado Fernando Eleit, vocal de la Cámara Minera de Jujuy, integrante de Lithium Corp y socio en un estudio que asesora proyectos mineros en el Noroeste Argentino. Todo queda en familia — dice Chalabe, abogada de Casimiro.





Catua está a 20 kilómetros del Salar de Cauchari y es una de las diez comunidades que habita esta cuenca. Crédito: Martín Kraut.

En Jujuy, una provincia con una fuerte presencia indígena y campesina, la conflictividad territorial y ambiental es alta y está asociada al avance de monocultivos, proyectos inmobiliarios y, por supuesto, la minería. Como en buena parte del país, los avances contra líderes ocurren a través de modalidades que se repiten: el hostigamiento, la represión en protestas y, principalmente, la judicialización.

—Las causas pueden ser civiles o penales y siempre se dirigen en contra de personas que tienen un lugar importante dentro de las comunidades o que ocupan parte del territorio que quieren terceros —dice Victoria Almeida, coordinadora del área de derechos de pueblos indígenas de la organización no gubernamental ANDHES.

A Casimiro lo hostigan. Quieren que se vaya y por eso empezaron a circular el rumor de que su familia no era de Catua sino de otro pueblo, Jamas. Le echan la culpa del conflicto y buscan ponerlo en contra de la comunidad, cuenta Chalabe. Él asegura que por el daño causado desde 2009 sus hijos “serán muy perjudicados”.

—Exar dice que es dueña del lugar y quiere instalarse sin costo alguno. Le han hecho unas picadas de tal envergadura que no pueden andar ni él ni su familia ni sus animales —dice la abogada.

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Como cuarto productor de litio en el mundo, Argentina se posiciona como donador de un recurso básico y estratégico para los países centrales —dice Bruno Fornillo, experto en energía y geopolítica en Sudamérica. Los dólares que entran por esas exportaciones, sin embargo, representan un porcentaje bajo: en 2017, de los 58.000 millones del total de remesas, la minería aportó 3.520 millones y el litio apenas 224 millones.

La Alianza Cambiemos -que gobernó el país hasta fines de 2019- profundizó aún más ese extractivismo al permitir de forma indiscriminada el ingreso de capitales en los territorios provinciales.

¿Y si existieran iniciativas que no vulneraran el ambiente ni los derechos de las comunidades? ¿Podría el Estado llevar adelante un proyecto para industrializar y agregar valor al recurso? Para los gobiernos de la última década el litio fue sinónimo de futuro, aunque ese horizonte tuvo un significado difuso. Durante la última presidencia de Cristina Fernández de Kirchner hubo varios intentos para declararlo mineral estratégico, pero ninguno prosperó; tampoco se modificó su matriz extractiva. Y desde 2015, la Alianza Cambiemos -que gobernó el país hasta fines de 2019- profundizó aún más ese extractivismo al permitir de forma indiscriminada el ingreso de capitales en los territorios provinciales. Promovió un discurso de minería new age flexibilizada y a medida para las trasnacionales. Hoy, el desafío es quebrar esa tendencia.

—Esta tal vez sea la última oportunidad para salir del lugar de la neodependencia en el patrón tecnológico que está naciendo —concluye Fornillo.

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Crédito: Martín Kraut.

Para Melisa Argento, investigadora de CONICET que trabaja desde 2011 con la población de Salinas Grandes y Laguna de Guayatayoc, el conflicto del litio no solo generó rechazo, sino también un proceso de fortalecimiento identitario: las comunidades empezaron a hablar de un territorio único, de una cuenca cuya división no se subordina a la de las provincias de Salta y Jujuy. Se articularon con comunidades del desierto de Atacama, en Chile, que viven en escenarios parecidos o peores, y con asambleas de ambientalistas. Pasaron de la resistencia al protocolo “Kachi Yupi”, y de la consulta previa a exigir que los proyectos se vayan de los territorios.

Algo similar piensa Eloy Quispe mientras nombra los cerros que rodean a San Miguel de Colorados, la comunidad que preside desde hace un año y ocho meses: “El Cóndor. Huancar. Jarrunco. Todos corren peligro”, dice y recuerda las batallas que sus antepasados dieron por la tierra y contra los distintos gobiernos que intentaron quitárselas. Habla de la batalla de Abra de la Cruz, de la batalla de Quera. Ambas ocurridas a fines del siglo XIX en la Puna jujeña, la misma que hoy —dice Quispe— se encuentra de nuevo bajo amenaza de conquista. 





Eloy Quispe, presidente de la comunidad aborigen de San Miguel de Colorados. Crédito: Martín Kraut.

—El Estado nos sigue avasallando. Primero fueron los españoles, después los gobiernos provinciales, el gobierno nacional. El litio es un paso más en la expropiación total de los recursos.

Los cinco hijos de Quispe dan vueltas alrededor mientras su padre habla de guerras, de miedo, de resistencias.

Mi temor es nuestro legado. ¿Qué le vamos a dejar a las próximas generaciones?

Eloy Quispe.

—Mi temor es nuestro legado. ¿Qué le vamos a dejar a las próximas generaciones? Mi temor es dañar a la madre tierra. Con la contaminación, todo se va a morir. Acá ya hace tiempo que el ecosistema está cambiando. Llueve menos que antes. Llueve por un sector, por otro no. Se arma para llover pero al final no se larga. La laguna de pozuelo va a desaparecer porque los ríos de donde se alimentan se están secando.

Tiene 32 años; es empleado público del Comisionado de Purmamarca, distrito del que depende este pueblo que comenzó como un caserío de adobe hace casi 200 años y actualmente reúne a unas 90 familias.

En San Miguel de Colorados los que no trabajan en el ámbito municipal se dedican a cultivar papa, maíz, cebada, ajo, cebolla; y un poco de ganadería: cabra, oveja, llama, vaca. Otros llegan hasta Salinas Grandes a trabajar como guías turísticos y a vender sus productos, como Inés Lamas.

Quispe tiene una voz suave pero firme. Una voz en puntas de pie.

Las empresas buscan siempre al eslabón más débil. Si quieren avanzar, va a haber guerra.

Eloy Quispe.

—Vinieron un montón de empresas a prometernos cosas. A ofrecernos proyectos, trabajos. El convenio dice que tienen que estar las tres partes: Estado, comunidad y empresa. ¿Qué es lo que hace el Estado? Manda a las mineras, que lo único que quieren es invertir rápido, sacar todos los recursos naturales y llevárselos. Las empresas buscan siempre al eslabón más débil. Si quieren avanzar, va a haber guerra.

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