Por las denuncias que ha hecho Jani, líder en la Zona de Reserva Campesina Perla Amazónica, ha sido amenazada por diferentes bandas y grupos armados ilegales. Y, aunque recibió medidas cautelares de protección por parte de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, su vida y la de su territorio sigue en riesgo.
Por Santiago Wills
Desde hace casi dos años, Jani Rita Silva, una líder campesina del Bajo Putumayo, duerme en su oficina frente a un monitor con las imágenes de las cámaras de seguridad que rodean su casa, en Puerto Asís. A menudo sufre de insomnio y hace crucigramas, ve series o escucha música de Facundo Cabral, Pablo Milanés o La Oreja de Van Gogh para distraerse y evitar mirar el monitor. Casi sin quererlo, vive atenta a los sonidos de la noche. Con el tiempo, aprendió cuándo su perra Canela ladra por un animal y cuándo lo hace por una persona, aunque de cualquier modo a veces tiene dudas.
Por denunciar derrames causados por una compañía petrolera, proponer alternativas a la siembra de coca e impulsar proyectos para recuperar la identidad campesina, a Jani la han amenazado las FARC, los paramilitares, la delincuencia común, las disidencias, bandas criminales y decenas de anónimos. La han abordado en la calle, en su casa y en las carreteras. Han llamado a intimidar a su hija menor Anggie Miramar, de 24 años, han hecho disparos al lado de su casa y la última vez que estuvo en su hogar, en la vereda del Bajo Cuembí, se vio obligada a huir por una ventana junto a su pareja y dos escoltas para ir, a oscuras río abajo, hasta Puerto Asís. Los escoltas tenían más miedo que ella, me dijo Anggie Miramar.
En 2018, Jani recibió medidas cautelares de protección por parte de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Y este año El Corporate Liability and Sustainable Peace (CLASP) Lab, una ONG global que busca proteger a las personas de los abusos corporativos, y Amnistía Internacional enviaron cartas al gobierno colombiano para visibilizar los riesgos que enfrenta.
Jani ha estado en París, Italia e Inglaterra poniendo denuncias, discutiendo los problemas de la región y exponiendo las luchas de la Zona de Reserva Campesina Perla Amazónica, que ayudó a fundar en el 2000 en el Bajo Putumayo, cerca de la frontera con Ecuador. Pero no le gusta hablar de sus viajes fuera de Colombia. En junio de 2021, cuando viajamos con el camarógrafo Hernando Sánchez a conocerla en Puerto Asís, volvía una y otra vez a la finca que tuvo que dejar en el Bajo Cuembí, a las dificultades del Bajo Putumayo y a la vida social y familiar que ha tenido que sacrificar por ser uno de los rostros de las reivindicaciones campesinas en ese lugar.
—Ya estoy cansada—nos dijo en su patio en una de las últimas visitas que le hicimos. Sus mascotas, un gato, una gata, un perro y una perra, deambulaban sobre la tierra y los retazos de concreto, junto a plantas aromáticas, colmenas de abejas y material de construcción. Una moto blanca de un hombre, que Jani identificó como un paramilitar, había pasado varias veces a inspeccionar qué estaba sucediendo—. Quiero dedicarme a mi casa—dijo con cierto dejo de dolor.
En 2018, Jani recibió medidas cautelares de protección por parte de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Y este año, El Corporate Liability and Sustainable Peace (CLASP) Lab, una ONG global que busca proteger a las personas de los abusos corporativos, y Amnistía Internacional enviaron cartas al gobierno colombiano para visibilizar los riesgos que enfrenta
Jani Rita Silva nació en Leticia el 19 de mayo de 1963. Su madre, Raimunda María Silva Da Gama, provenía de Manaos, donde había pasado sus primeros años junto a siete hermanas y un hermano. La abuela de Jani había muerto al dar a luz a la menor de las ocho hijas y su abuelo, un alcohólico distante, había optado por regalar a las mujeres a cualquier persona dispuesta a recibirlas. A Raimunda la acogió una familia colombiana que vivía en Leticia. Le asignaron el rol de empleada de servicio a cambio de techo y comida en un grosero ejemplo de esclavitud moderna.
A los 14 años, Raimunda se enredó con un policía bogotano que doblaba su edad y que se hallaba de traslado en el Amazonas. Jani nació al año siguiente y nunca conoció a su padre. Ya adulta lo contactó y viajó a Bogotá para verlo, pero él estaba de comisión en Girardot. Su padre no volvió a aparecer.
Raimunda estaba sola cuando tuvo el parto. En el hospital, poco después de dar a luz a Jani, le pidió a un empleado que registrara oficialmente el nombre de la bebé en una oficina gubernamental. Jane Rita, le dijo desde la camilla al encargado de oficializar el bautizo: Jane, por la esposa de Tarzán, una de las películas que estaba de moda por esos años, y Rita, por Rita Hayworth, la glamorosa actriz de Hollywood que en ocasiones admiraba en las revistas de farándula. El hombre quizás no oyó bien o no sabía escribir del todo. Jani Rita, anotó en el registro oficial para infortunio de la nombrada.
Aún hoy, Jani odia su nombre. Yani, dice la gente, como si la J fuera una Y. El sonido le molesta, pero se vuelve peor cuando se incluye su apellido. Yani silba, como si se tratara de un mal chiste. “Si yo todavía silbo, canto y hasta bailo”, me dijo frunciendo el ceño una mañana a principios de junio en Puerto Asís.
Su mamá le decía Janeth y en los diferentes colegios por los que pasó ella se encargaba de presentarse con ese nombre. Estuvo en varios en Leticia, Bogotá y, finalmente, Puerto Asís, como parte de un largo trayecto para graduarse de bachiller.
Empezó a estudiar de niña en Leticia. Vivía con la suegra de su mamá, quien tenía una nueva pareja. Raimunda la había dejado en Leticia para irse a Bogotá a trabajar como empleada del servicio. A los seis años, Jani viajó con un pequeño cartel alrededor del cuello desde la capital del Amazonas a la capital del país. Su mamá la envió de regreso al poco tiempo, pero la pidió de vuelta un par de meses después. El patrón se repitió durante los siguientes seis años. Jani iba y venía con el pequeño cartel alrededor del cuello. Aún hoy siente un escalofrío cada vez que ve a una niña viajando sola.
A los 13 años, su mamá se la llevó a Puerto Asís. Una de sus hermanas la había convencido de que era un buen lugar para poner un restaurante en compañía. Raimunda era una gran cocinera, de acuerdo con Jani, y tenía buenos ahorros luego de varios años trabajando en Bogotá. Al llegar al pueblo, sin embargo, la tía de Jani resultó no tener un centavo para aportar al negocio. Raimunda no pudo montar el restaurante. Le dio parte de sus ahorros a su hermana antes de enterarse de que ella no tenía nada y volvió a trabajar como empleada del servicio.
La tía de Jani se voló con el dinero a Leticia y vivió a costa de Raimunda durante largo tiempo. Una tarde antes de irse, mientras la mamá de Jani estaba fuera, su tía llevó a un hombre a la casa. El hombre intentó violar a Jani. Más tarde, Jani se enteró de que su tía le había vendido su virginidad por unos cuantos pesos.
A finales de los 70, Puerto Asís tenía una población que rondaba los 30.000 habitantes, de acuerdo con los censos del DANE. El pueblo tenía un puñado de casas. Casi todo el mundo se conocía entre sí. A diario, Jani jugaba en la calle hasta la medianoche con un balón de trapo y con los demás niños de los alrededores.
Cuando tenía 14 años, su mamá se fue a vivir con una nueva pareja a la vereda Toayá, a una hora río abajo. Jani se quedó en Puerto Asís para estudiar. Iba en cuarto de primaria y quería terminar. Consiguió trabajo lavando platos en un restaurante y empezó a asistir a la escuela nocturna. Luego fue niñera y vendedora en una papelería.
Un par de años después, ya en bachillerato, tuvo su despertar político gracias a un profesor de ética y a un grupo de compañeros que decidieron organizarse para reclamar por las condiciones en las que estudiaban. La planta de luz del municipio se apagaba a las nueve de la noche, por lo que debían comprar velas para poder leer. Tampoco podían ver mucho mientras la planta estaba encendida, pues tenían bombillos de baja intensidad que apenas lograban dibujar sombras. No tenían una biblioteca.
Entraron en paro. Bloquearon la vía del aeropuerto hasta que sacaron al rector y obtuvieron bombillos potentes y una planta eléctrica propia. Luego se tomaron la intendencia de Mocoa —Putumayo solo se convirtió en un departamento en 1991— hasta recibir una biblioteca.
Al tiempo que comenzó a pensar en temas como la política, la democracia y la injusticia, Jani se enamoró de uno de sus compañeros. Estuvieron juntos hasta que lo descubrió con su mejor amiga. Destrozada, dejó de estudiar cuando estaba en tercero de bachillerato y se fue para la finca donde vivían su mamá y su padrastro en la vereda Toayá.
En sus primeros días en el campo, notó que Ancizar Rengifo, uno de los trabajadores de la finca, no dejaba de mirarla. Con el tiempo, el hombre se le acercó y le propuso que se casaran. Por despecho, Jani aceptó. Se casó de 17 años y se mudó a una pequeña casa sin electricidad o las comodidades a las que estaba acostumbrada.
Nunca había vivido en un ambiente plenamente rural, pero sentía cierta afinidad por la naturaleza. Amaba los animales: perros, gatos, gallinas, cerdos, aves, todo lo que veía a su alrededor. Tenía dificultades, sin embargo, con las labores que implicaba su rol como esposa de un campesino: madrugar a prender la estufa de leña, preparar desayuno, lavar la ropa en el caño, preparar almuerzo, barrer el polvo inagotable, cocinar con leña, preparar la comida, aguantar los gritos de otra persona. No sabía cocinar y, hasta donde tenía memoria, nadie le había levantado la voz. Su mamá nunca le había gritado o golpeado y tampoco había permitido que sus padrastros lo hicieran.
Ancizar Rengifo fue otra historia. A los tres meses de casados, tras una fuerte lluvia que había mojado toda la leña, Jani se retrasó prendiendo la estufa y preparando el desayuno de su marido. Cuando llegó al lugar donde su esposo estaba trabajando junto a otros campesinos, este la golpeó en el rostro con una barra metálica. Enfurecida, Jani le lanzó el caldo de papa hirviendo que le había preparado y huyó hacia la casa. Mientras los demás campesinos observaban atónitos, el hombre lanzó sus herramientas y salió corriendo tras ella. En la casa, Jani tomó un cuchillo, lo encaró y le tiró un par de lances. Meterse con ella era como meterse con una culebra, diría tiempo después Rengifo. Vivieron separados tres meses y solo volvieron tras la solícita intercesión de los padrinos de matrimonio. Nunca volvió a golpearla.
Al tiempo que comenzó a pensar en temas como la política, la democracia y la injusticia, Jani se enamoró de uno de sus compañeros.
—Era una mamá muy regañona—dijo una mañana de junio Marcos Perdomo, un técnico ambiental criado en la zona que lleva más de cuatro años trabajando con la Asociación de Desarrollo Integral Sostenible Perla Amazónica, ADISPA, una organización comunitaria que impulsa la mayoría de los proyectos ambientales y sociales dentro de la zona de reserva campesina. (Los nombres fueron cambiados por seguridad de las personas de la zona.)
Varios de los jóvenes que trabajan con ADISPA asintieron y algunos incluso rieron. En total eran ocho de los 13 jóvenes que trabajan con ADISPA. Anggie Miramar, la hija menor de Jani –tiene cuatro de tres parejas: dos hombres y dos mujeres– se hallaba presente. Marcos no era hijo de Jani, pero el apelativo (y el adjetivo que él usó) se repitieron en las descripciones que hicieron de ella la mayoría. Mamá Janeth, le dicen.
Esa mañana, los jóvenes se habían reunido en casa de Jani para preparar algunas de las visitas a la zona que harían la semana siguiente. No estaban del todo seguros si podrían hacerlas.
Debido al paro, la gasolina escaseaba. Cada vez que surgían rumores de la posible llegada de un carrotanque, la gente se parqueaba y hacía fila desde la noche previa al supuesto arribo en una de las cuatro bombas de gasolina del pueblo. Si efectivamente llegaba, se trataba de racionar en aras de la justicia: se vendían 10.000 pesos a cada moto y 40.000 a cada carro, nada más. El tema de los botes era variable.
—Lo de ella es una entrega desinteresada hacia la comunidad—continuó Andrés Salgado, un zootecnista nacido y criado en la reserva. Zootecnista que trabaja con la reserva desde 2012.
—Te dice las cosas y cuando está brava las ollas empiezan a sonar, las puertas—afirmó sonriendo Anggie Miramar. Más risas de los demás. —No, mentiras—, dijo rápido mientras meneaba la cabeza de lado a lado.
Varios de ellos crecieron juntos en la vereda. Conocen a Jani desde que eran niños. Iban a ver televisión en su casa, le compraban en la tienda y jugaban fútbol con ella cada semana. Dos o tres (ninguno lo admite) hicieron parte de una banda que robaba la leche de sabor que enviaba el Bienestar Familiar y que Jani debía distribuir. Algunos se emborracharon por primera vez en alguna fiesta en su casa. Todos han recibido uno u otro regaño, su cariño y la oportunidad que ella preferiría reservar exclusivamente para las personas de la región.
“Personalmente soy muy exigente con el equipo técnico”, había dicho Jani un par de horas antes, frente a los jóvenes. “Que sepan cómo es sufrir, que sean del Putumayo, ojalá de la zona, que hayan hecho cinco viajes subiendo agua desde el río, que sepan cómo se debe ahorrar esa agua por el esfuerzo que implica subirla”, dijo mirándolos de reojo.
ADISPA se creó en el 2000 para gestionar la Zona de Reserva Campesina Perla Amazónica. Ha recibido recursos del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, el Sinchi, el Incoder y otras organizaciones nacionales e internacionales para impulsar proyectos acordes al plan de desarrollo de la reserva. Actualmente, tienen un vivero del que han salido más de 5.000 árboles nativos para reforestación; un programa de monitoreo de especies que busca crear corredores biológicos; una incubadora de huevos de gallina que funciona a través de energía solar; un proyecto de sabedores comunitarios que a través de entrevistas trata de preservar el conocimiento sobre ecología y agricultura de las personas mayores de la zona; una estrategia de protección ambiental en el que se invita a los campesinos de la región a preservar los bosques que tienen a cambio de una asesoría y un acompañamiento para mejorar la producción ganadera o los cultivos de las fincas; y, finalmente, un proyecto de meliponicultura, u obtención de miel con abejas meliponas, un género de abejas sin aguijón, propio de América, que produce una miel más líquida, floral y algo menos dulce que las Apis, las abejas cuya miel estamos acostumbrados a consumir.
Andrés trajo la idea de la meliponicultura luego de haber trabajado con abejas Apis y de observar una colmena de abejas angelitas en la Universidad Nacional de Palmira, donde estudió zootecnia. Lo discutió con Jani, consiguieron los recursos y en mayo de 2019 montaron las primeras colmenas en sus hogares. Había 14 colmenas en la casa de Jani, en Puerto Asís, y casi 70 más distribuidas entre la finca de Andrés, casas de otros campesinos y escuelas de la zona. La idea es llegar a 300 colmenas en la fase experimental, aproximadamente de a 10 colmenas por casa, y luego que el número suba hasta 900 en la fase comercial.
Esa mañana, Andrés destapó una de las colmenas de abejas del patio para enseñarnos cómo avanzaba la producción de miel. Un pollito nacido el día anterior al que Anggie había bautizado Pingüi piaba junto a nuestros zapatos. Centenares de pequeñas abejas empezaron a revolotear alrededor de nuestras cabezas luego de que Andrés expusiera el melario, el piso de la colmena donde se encuentran la miel y las abejas obreras. Con una jeringa, extrajo miel de un pote maduro—sellado, de un color oscuro—y nos sirvió a todos un poco en la mano. Tenía un sabor un tanto ácido, extremadamente floral, y una textura a duras penas pegajosa. Los indígenas del Amazonas la maduraban durante incluso seis meses para que fermentara y fuera cada vez más ácida. La miel no se consigue con facilidad, tiene supuestas propiedades medicinales y un litro puede venderse en Puerto Asís por cerca de 100.000 pesos, dependiendo de la especie de la abeja.
Como parte de su filosofía, ADISPA le ofrece trabajo a cualquier joven de la región que haya terminado una carrera técnica o profesional. Por el momento emplean a 13 de ellos. Pero que no se crean que por ser profesionales son mejores que los campesinos, había continuado Jani. “Es importante que hayan comido arroz con huevo algunos días porque no hay nada más que comer. Quiero que los profesionales sean los chicos de la zona. Que tengan opciones económicas y no se desliguen. Que no se les olvide que son campechitos”, terminó con una sonrisa.
Cuando Jani ingresó a la Junta de Acción Comunal de la vereda—una organización social autónoma con personería jurídica que busca resolver conflictos en las comunidades y que ha servido de cuna a líderes sociales y ambientales en todo el país—aún era una menor de edad. Por haber cursado hasta tercero de bachillerato, miembros de la junta se le acercaron. Janeth, usted sabe escribir, le dijeron: ayúdenos. Empezó como secretaria segunda de la vereda Toayá y con los años fue adquiriendo más responsabilidades políticas. Para el año 84, ya era la encargada de la mayor parte de los temas logísticos.
Las reuniones de la junta eran intermedios de la vida en la finca. Tras la reconciliación con su esposo, Jani se dedicó de lleno al campo. Salió a limpiar los potreros con su machete, crio gallinas y cerdos y sembró plátano, maíz y cacao. Y con los ahorros de la venta de sus animales le compró a su padrastro un terreno propio.
Fue por esa época, a principios de los 80, que aparecieron las primeras plantas de coca. Gente de fuera de la zona comenzó a acercarse a las fincas y a ofrecerse a sembrar y cuidar pequeños cultivos. Al poco tiempo, una hectárea de maíz dejaba las mismas ganancias que un par de matas de coca. Los dueños de los cultivos pagaban 100 pesos por recoger un kilo de hojas—deshojar, dicen allí—y en un día cualquiera era sencillo acumular entre siete y ocho kilos. Un jornal, en cambio, pagaba apenas 300 pesos el día. A los 20 años, cuando estaba embarazada de su primer hijo, Jani se dedicó a deshojar coca para poder comprar pañales.
Poco tiempo después, Jani empezó a sembrar. Prácticamente todo el mundo lo hacía. Y no tenía sentido no hacerlo. Las barcazas ya solo se utilizaban para transportar hoja o base de coca hacia el pueblo. Los costos del transporte para sacar cosechas cuyo volumen era mayor eran (y siguen siendo) prohibitivos. La gente paró de sembrar arroz, plátano y maíz, pues lo más sencillo era comprar los productos importados.
Centenares de personas de todo el país llegaron a Puerto Asís siguiendo el apogeo de la coca. Aumentó la cacería, la pesca con veneno y la venta de armas. De un momento para otro, todo el mundo iba armado. Jani tenía un Colt .38 niquelado, una escopeta .22 y una .775. Otros gastos también se dispararon. Los campesinos de la región adquirieron pulseras, anillos y collares de oro—Jani aún guarda uno con un dije de delfín—para acompañar camisas marca Yoko, botas extranjeras y pantalones de diseñador. Había fiestas cada semana en las que se bebían tragos finos, se apostaban millones en los gallos y a menudo se iniciaban riñas que terminaban en muertes.
Pero el dinero de la coca no se usó solo para rumba, ropa y gastos estrafalarios. Gracias a este, Jani y los demás campesinos de la vereda compraron plantas eléctricas, lavadoras y televisores. Algunos mejoraron sus casas con nuevos techos, materiales y espacios. Jani no amplió su finca, pero aprovechó en parte esa autonomía económica que le dio la planta para separarse de su esposo. Encontró un nuevo compañero y tuvo a su segundo hijo. En lugar de un becerro, el regalo de bautizo acostumbrado en la zona, uno de los padrinos le dio al recién nacido una hectárea de coca.
Centenares de personas de todo el país llegaron a Puerto Asís siguiendo el apogeo de la coca. Aumentó la cacería, la pesca con veneno y la venta de armas.
Hacia el año 89, llegó la primera caída de la coca de la mano de una mariposa. Viringuillo, le llamaba Jani, aunque otros le decían piojo o muchira. No es del todo claro de cuál especie se trataba, pero fue la primera de las plagas que amenazó esa economía. Hubo otras: un gusano al que nombraron medidor, por ejemplo. Un informe de la DEA señalaría a la Eloria noyesi, una polilla blanca,como la mayor amenaza existente para el narcotráfico. “La gringa” o “Clinton” la apodarían quizás aptamente años más tarde.
Con la llegada del viringuillo, el oro empezó a desaparecer de las muñecas, los dedos y los cuellos de la gente. Vendían lo que tenían para poder comprar venenos que protegieran sus cultivos. Pero los costos no daban. Eran solo pérdidas. Una situación muy maluca, dice Jani.
La caída coincidió con una especie de transformación mental en algunos habitantes. Un par de años atrás, varias organizaciones habían empezado a señalar las consecuencias de los excesos que acompañaron el apogeo. Las más importantes se hallaban relacionadas con la Iglesia. En el caso de Jani, su cambio de posición frente a la coca llegó gracias al Padre Alcides Jiménez.
El Padre Alcides, un sacerdote que tenía su parroquia en Puerto Caycedo, fue uno de los principales líderes sociales del Putumayo en esos años. Defendía la soberanía alimentaria, la defensa de la cultura indígena y campesina y la no violencia en un momento en el que varios actores armados comenzaban a asentarse en lo que hoy es el departamento. Lo asesinaron el 11 de septiembre de 1988. El crimen nunca se resolvió. No se supo si lo mataron los paras o la guerrilla.
Antes de su muerte, Jani comenzó a asistir a reuniones con el Padre Alcides. En estas, se discutía la recuperación de la identidad campesina: cómo éramos antes, cómo estamos ahora, cómo queremos estar. Parte de lo que surgió ahí se retomaría más de una década después en el plan de desarrollo de la Zona de Reserva Campesina Perla Amazónica. A raíz de su encuentro con el padre, Jani también se unió a los Animadores de la fe, un grupo de personas de la comunidad que tenían como misión visitar las veredas e impulsar proyectos de autosuficiencia alimentaria y protección del medio ambiente en todo el departamento. Su trabajo como animadora le sirvió de preparación para el rol que le asignarían un par de años después.
Para principios de los 90, la guerrilla de las FARC controlaba gran parte del territorio en Putumayo. Al igual que la mariposa, la guerrilla había llegado persiguiendo las bondades de la coca. A finales de los 80, el Frente 48 se asentó en las afueras de las cabeceras de los municipios y batalló hasta expulsar a los grupos paramilitares de la región. Al final de esa lucha de poder, la guerrilla era quien decidía a quién se le debía vender la coca y qué se podía y qué no se podía hacer en la zona.
Como parte de ese nuevo control, las FARC asesinaron a varios inspectores de policía. Inicialmente, la guerrilla se rehusó al nombramiento de nuevos inspectores por medio de amenazas. Tras un tiempo, accedió a que se nombraran nuevas personas en el cargo siempre y cuando fueran de la región. De nuevo en gran medida por su nivel de escolaridad, Jani fue una de las elegidas, esta vez por el Bajo Cuembí, una vereda también parte de lo que hoy es la Zona de Reserva Campesina Perla Amazónica. En 1992, Jani se mudó allí y montó una tienda para complementar sus ingresos luego de pedir fiada una nevera de gas.
Como inspectora, Jani recorrió todas las veredas del Bajo Putumayo entre 1991 y 2001. Su trabajo consistía en visitar el sur del departamento llevando un libro de casamientos, un libro de nacimientos y uno de defunción en años en los que la tasa de homicidios por 100.000 habitantes en Puerto Asís subió hasta 299.17, más de dos veces y media la de la ciudad más violenta del mundo en 2020.
Para empezar, le entregaron una máquina de escribir Remington y le dijeron que debía consignar todo en actas. Jani no la sabía usar y no tenía tiempo para aprender, así que diseñó a mano un sistema propio usando esferos de varios colores. Tampoco sabía levantar actas, así que pasó el primer año revisando el archivo y copiando el formato de las actas antiguas para memorizarlo. No le dijeron que muchas de las personas del Bajo Cuembí—sobre todo mujeres—no tenían ningún tipo de registro, pero cuando se dio cuenta comenzó a conseguirles cédulas a cada una. De ese modo, la gente de la región empezó a conocerla.
Acudían a ella para resolver problemas de linderos, querellas entre esposos y disputas entre vecinos. Su estrategia era buscar una reconciliación antes de llamar a presidentes de juntas o, en el peor de los casos, a la guerrilla, la última instancia de resolución de conflictos en el territorio. “Incluso trataba de meterle a la gente el temor de la Biblia”, me dijo. “Todo eso de que uno no se lleva nada material cuando se muere”.
En 1998, entre sus visitas a diferentes veredas, Jani aprovechó unos beneficios pactados con el gobierno de turno durante un paro cocalero para terminar de estudiar y finalmente graduarse de bachiller. No hubo celebración, pero lo sintió como una victoria, quizás demasiado corta. Un par de años después empezó a estudiar antropología con énfasis en etnoeducación en Puerto Asís. Se vio obligada a retirarse por cuestiones económicas tras solo un semestre. En 2001, renunció a su trabajo luego de que la guerrilla declarara objetivos militares a todos los inspectores.
(…) muchas de las personas del Bajo Cuembí—sobre todo mujeres—no tenían ningún tipo de registro, pero cuando se dio cuenta comenzó a conseguirles cédulas a cada una. De ese modo, la gente de la región empezó a conocerla.
Una madrugada de junio de 2021, abordamos un taxi hasta el muelle La Esmeralda, a las afueras de Puerto Asís. La vía estaba bloqueada por el paro, pero cada 30 minutos dejaban pasar a los carros y motos que estuviesen en fila. Cinco minutos antes de las seis, quitaron la cuerda que atravesaba el camino y nos dejaron pasar. Avanzamos sobre la carretera enlodada, entre charcos inmensos y casas en madera levantadas sobre pilones de dos metros que anunciaban la altura del río Putumayo durante las crecidas.
El taxi nos dejó unos cuantos metros después de una taberna llamada La pecera. Caminamos por la playa ceniza hasta encontrar a Hugo Miramar, padre de Anggie, pareja actual de Jani y presidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda, y a Andrés salgado, el zootecnista a cargo del proyecto de las abejas meliponas. Hugo nos llevaría en su bote hasta el Bajo Cuembí, la vereda en la zona de reserva campesina donde se encuentra su finca, la tienda y casa de Jani y los proyectos de ADISPA. Andrés se había ofrecido a ser nuestro guía en parte para aprovechar y visitar a sus padres, que viven a un centenar de metros de la tienda de Jani.
Subimos a la embarcación de Hugo mientras una familia con un perro bajaba de una pequeña canoa con un motor de 20 caballos de fuerza. A pesar de no tener pierna, Hugo se movía ágilmente dentro de la barcaza. Años atrás, luego de un accidente en el río, una de sus piernas tuvo que ser amputada para evitar el avance de la gangrena. Con una sonrisa, maniobró para salir de entre las otras embarcaciones para ponernos en camino. A diario, lanchas de diferentes tamaños salen río abajo hacia las veredas de la zona de reserva campesina. El costo hasta Bocas de Cuembí en una línea—el bus, digamos—es de 10.000 pesos (aproximadamente $2,65 dólares) y el de un expreso—un taxi—de entre 300.000 y 400.000 pesos (entre $80 y $105 dólares, más o menos).
Había clareado hacía un par de minutos y el río reflejaba un cielo en parte nublado. Enormes barcos de carga con destino Puerto Leguízamo y Leticia descansaban en los costados a la espera de que nuevamente llegara gasolina y mercancías para emprender el viaje río abajo. Poco después de salir, nos cruzamos con varios transportes que subían desde las veredas hacia Puerto Asís. Más adelante, pasamos un barco de la armada al que apodan “Zapatico”—tiene la forma de un Croc negro—, un bulldozer sacando arena de los bancos del río y un cultivo de plantas de coca justo en una de las orillas.
Antes de que pudiera preguntarle por el tema, Andrés la señaló. Crecí con la coca, me dijo. No ha habido otro cultivo que le haga competencia. Los campesinos saben que no es buen cultivo. Atropella mucho: los químicos, los venenos, el hecho de que sea ilegal. Pero si se siembra maíz o arroz, se termina perdiendo plata. También sucede a veces con la coca, pero es más bien algo extraño.
En 1999, el precio del gramo de base en la zona subió hasta 2.500 pesos. La gente iba a Calle Angosta en Puerto Asís o a la vereda Piñuña Negro, el centro de comercio de la coca, y en medio de la calle pesaba y recibía sus pagos. Lanchas rápidas bajaban y subían por el río con bultos de plata y coca. Llegaban avionetas cargadas de plata y aterrizaban en la carretera o en pistas improvisadas. En el 2000, cuando el gramo subió hasta 3.000 pesos, los comisionistas o compradores de coca pasaban de finca en finca rogándole a los campesinos que les guardaran las cosechas a ellos y a nadie más.
En 2002, las primeras fumigaciones enviaron el precio al piso. A nivel local, la coca funciona casi que en contravía de la ley de oferta y demanda. Cuando hay poca coca, el precio baja porque los comisionistas no pasan por lo que hay poco volumen. Cuando hay mucha, el precio sube. A los narcos les interesa poder enviar cargamentos grandes y comprar de una vez la mayor cantidad posible. A principios del nuevo milenio, había cerca de 60 familias que vivían en el Bajo Cuembí en ese momento. Tras las fumigaciones, el número se redujo a 22.
El precio de la coca continuó con su sube y baja (en 2009, nuevamente estuvo por el piso—1200 pesos el gramo—y lo mismo en 2017 tras las erradicaciones voluntarias que acompañaron la firma del acuerdo de paz—1400 pesos el gramo—) en las décadas siguientes. Desde hace un par de años está disparada: 2.800 – 3.000 pesos el gramo. Es un nuevo apogeo que además ha servido para financiar el reencauche de los grupos armados que surgieron luego del proceso de paz. Regresaron las apuestas de 50 millones en las galleras, las invitaciones a trago fino a todo el bar y las ubicuas muertes violentas. En 2019, Putumayo fue el departamento con la segunda tasa de homicidios más alta del país.
A principios del nuevo milenio, había cerca de 60 familias que vivían en el Bajo Cuembí en ese momento. Tras las fumigaciones, el número se redujo a 22.
En 1999, los paramilitares montaron un retén junto a la iglesia de Puerto Asís. Tenían una lista de supuestos colaboradores de la guerrilla de los que deseaban encargarse. Un año antes, hombres del Bloque Sur Putumayo de las AUC habían llegado al pueblo para robarle a las FARC el control del narcotráfico en la región. Con su llegada, se estableció un delicado balance de poder: los paras controlaban el pueblo y no permitían la entrada de los guerrilleros –esto incluía a cualquier persona que portara botas de caucho o que tuviera en la espalda marcas similares a las que puede dejar un morral– y los guerrilleros manejaban la zona rural.
En el retén, los paras detuvieron el auto en el que se movilizaba Jani. Buscaban a la inspectora Janeth Silva, dijeron mientras le pedían la cédula. Analizaron un buen rato el documento–Jani Silva de Rengifo, por su primer esposo, decía– y finalmente la dejaron ir. Ese mismo día, se llevaron y asesinaron a varias personas. No era un hecho inusual. Los paramilitares mataron a centenares de personas y las enterraron en una fosa común en una finca Villa Sandra, a las fueras de Puerto Asís. La finca alberga alrededor de 800 cuerpos, dijo en una audiencia de Justicia y Paz John Jairo Rentería Zúñiga, alias Betún, un paramilitar que operó varios años en la región. La Fiscalía estima que en realidad habría alrededor de 400 desaparecidos en Villa Sandra, lo que de cualquier modo la convertiría en la fosa común más grande de Colombia.
Jani continuó trabajando en medio de la violencia. En diciembre del 2000, luego de numerosas reuniones entre juntas de acción comunal, se fundó la Zona de Reserva Campesina Perla Amazónica con 23 veredas que ocupan un área de cerca de 22.000 hectáreas, más o menos la mitad de la zona urbana que compone Bogotá. La figura, que se creó en 1994, es un instrumento legal que permite a los campesinos establecer un plan de desarrollo para proteger y ordenar su territorio. Jani y varios líderes de la región se habían enterado de su existencia gracias a una socialización por parte del Instituto Colombiano de la Reforma Agraria, el antecesor de la Agencia Nacional de Tierras. La figura les convenía así que recorrieron las veredas haciendo socializaciones y obteniendo apoyo. Buscaron asesoría legal, hicieron una asamblea y aprobaron su creación con una reunión de casi 400 personas en la vereda La Piña. Mataron un novillo para celebrar.
Poco tiempo después, se publicó el plan de desarrollo de la zona de reserva campesina. Un pequeño apartado hablaba de legitimar el Estado en la región. Las FARC se aferraron a esa frase para argumentar que Jani y los demás líderes buscaban crear un territorio para consolidar la presencia del Ejército. Otros de los guerrilleros afirmaron, nadie sabe muy bien por qué, que de hecho la reserva buscaba abrirle el camino al ELN. Los paramilitares liderados, entre otros, por alias Tomate, aseguraban que la reserva campesina pertenecía a la guerrilla. Ambos grupos amenazaron a Jani.
Durante gran parte de los gobiernos de Uribe, la presencia de los paramilitares en Puerto Asís le impedía ir al pueblo. La situación se calmó un poco tras el proceso de paz con las AUC, pero la dicha duró poco. Debido a amenazas, ADISPA tuvo que cesar sus actividades hacia 2007. Estuvieron parados varios años.
En 2009, mientras ADISPA aún seguía inactiva, Amerisur Resources, una empresa petrolera británica, recibió el visto bueno del gobierno para empezar a explotar 55 nuevos pozos en un área que ocupa una quinta de la parte de la zona de reserva campesina. El momento coincidió con uno de los bajonazos de la coca, lo que llevó a que muchos acogieran gustosamente las plazas de trabajo no calificado de 2.800.000 al mes que ofrecía Amerisur.
Varias compañías petroleras habían hecho presencia en la región desde hacía más de seis décadas, pero, de acuerdo con Jani, el impacto de Amerisur se hizo sentir de una manera diferente. Desde el mismo año en que llegó la petrolera, Jani y otros líderes de la región reportaron malas prácticas por parte de la empresa. Junto a la Defensoría, la Contraloría, la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, una ONG, Jani y otras personas de la reserva denunciaron derrames de petróleo, vertimientos de desechos al río Putumayo, construcciones ilegales, intimidaciones y tretas para obligar a las personas a firmar documentos en los que supuestamente apoyan su labor. En Colombia, las investigaciones no prosperaron ni en la ANLA ni en la Contraloría ni en la Fiscalía.
Fuera del país, sin embargo, los hallazgos fueron diferentes. A finales de 2019, Jani y 14 campesinos más demandaron en Inglaterra a Amerisur Resources por lo hecho en el Putumayo por su filial colombiana. Poco más de 10 días después, una corte británica ordenó congelar más de tres millones de libras en activos de la petrolera por los daños y perjuicios causados a 87 demandantes de la zona. Tras esa decisión, 165 demandantes más se unieron al caso por lo que la corte ordenó congelar casi un millón y medio de libras más. El caso aún sigue en disputa y ni los abogados de Jani y los otros campesinos ni los representantes de la petrolera quisieron discutirlo.
En enero de 2020, a pesar de la demanda pendiente, GeoPark Limited, una empresa latinoamericana, adquirió las operaciones y activos de Amerisur Resources por $314 millones de dólares. Según GeoPark, la explotación que realizan en el Putumayo se divide en dos bloques: el PUT-8, donde se realizan actividades exploratorias, y el Platanillo, que produce 2.800 barriles diarios y cuya explotación fue firmada por 24 prorrogables con la Agencia Nacional de Hidrocarburos. Todo se hace siguiendo las leyes y normativas del país, de acuerdo con GeoPark. Como evidencia, la compañía señala que el gobierno colombiano la ha reconocido por sus buenas prácticas en gestión social tanto en 2018 como en 2019. La empresa emplea a 204 personas de la zona, ha dado miles de ayudas alimentarias a los vecinos de la región y planea una inversión de 4,5 millones de dólares en proyectos sociales en los próximos meses, afirmaron en respuesta a un cuestionario que les envié. Los derrames se han manejado de la manera adecuada, escribieron, y GeoPark condena cualquier tipo de amenaza, hostigamiento o violencia por parte de los grupos armados al margen de la ley que operan en la zona. Nunca se han contactado ni reunido con Comandos de Frontera o ningún otro grupo ilegal, me dijeron.
Desde sus primeras denuncias en contra de la petrolera, Jani empezó a recibir un nuevo tipo de amenazas. Ya no le enviaban recados comandantes guerrilleros o paramilitares, sino que la llamaban o le mandaban mensajes de texto dolorosamente escritos desde números desconocidos: “Ijueputa tus oras tan contadas (sic)”, “Deje de meterse en lo que no le importa vieja pirova lla ueles a formol malparaida ijueputa (sic)” o “Perra sapa aprobecha este ano por que no duraraz el 2018 (sic)”. Las advertencias no han cesado desde hace casi 12 años.
Hace alrededor de 10 meses, Jani pudo volver a ponerle un rostro al adversario de turno. Un grupo llamado Comandos de Frontera asumió el rol que antaño tenían las FARC y las autodefensas en zonas rurales y urbanas del Bajo Putumayo. La organización está compuesta por disidencias de las FARC, exparas, soldados profesionales y jóvenes de la región recientemente reclutados. Les pagan dos millones de pesos mensuales, 500.000 adicionales como subsidio para sus familias y les permiten retirarse cuando quieran, o por lo menos eso les dicen. El grupo maneja el tráfico de la coca, ha comprado tierras para siembra, y acusa a Jani de impedir el progreso al oponerse a la petrolera. Según un comunicado de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, un hombre perteneciente a los Comandos afirmó en una reunión que habían llegado a un acuerdo con la empresa para asegurar su operación en la zona.
El 24 de abril de 2021, una fuente al parecer creíble le dijo a la Comisión que alias Leonel, uno de los comandantes del grupo ilegal, había dado órdenes de eliminar a Jani y a ADISPA para proteger los negocios de la coca y el petróleo en la zona.
Atracamos en un muelle ubicado en el banco occidental del río. Subimos unas empinadas escaleras moldeadas en la greda y llegamos a un potrero aún húmedo por la lluvia de la noche. A la derecha, se hallaba la casa y tienda que Jani y Hugo tenían en compañía con los inquilinos actuales. Al fondo, más allá de otros potreros, un par de edificaciones y árboles desperdigados entre pastizales, se alzaban pequeñas montañas azuladas aún recubiertas de selva.
Mientras Hugo subía las escaleras, pasamos al lado de la tienda, cruzamos otro potrero y llegamos hasta el vivero. Roble, chíparo, camu camu, copoazú, arazá, mil pesos, palo cruz, madroño, castaño del Amazonas, polvillo, uva caimarona, chocho, cacao, totumo, café, guarango, ceibo, volador, cedro, guamo, balso, badea y otras especies cuyos nombres no alcancé a anotar crecían bajo la sombra.
Caminamos alrededor de lagos abandonados en la finca de Jani, donde crio cachamas hace años. Andrés recogió un par de semillas y algo de ají de una pequeña mata. Mochileros, bichofués y bandadas de loros revoloteaban entre higuerones, guamos y otros árboles.
Tras visitar la incubadora de energía solar, avanzamos por uno de los potreros hacia la casa de los padres de Andrés. Empezó a llover al poco tiempo de cruzar el umbral. La madre de Andrés nos sirvió un chocolate caliente y una cachama sudada acompañada de ají de desayuno. Comimos en silencio y luego nos sentamos a esperar a que escampara.
La lluvia amainó no mucho después. Dimos otra vuelta, revisamos algunas de las colmenas de Andrés y luego caminamos hasta el antiguo hogar de Jani. Un campesino dormía desgonzado en una silla frente a una mesa de billar de paño estriado. Hugo conversaba con otro par de personas. Mientras Hernando grababa la casa, pedí una cerveza y me senté junto a Hugo.
La cancha de fútbol donde Hugo había conocido a Jani hacía casi treinta años se hallaba frente a nosotros. Los nuevos inquilinos habían convertido la antigua habitación por la que Jani y Hugo habían escapado en un depósito. A mi lado, el campesino borracho cabeceaba inconsciente. Otro hombre jugaba con un gato recién nacido.
Al igual que en la casa de los padres de Andrés, varios electrodomésticos sobresalían contra paredes de ladrillo desnudo. Se trataban de comodidades, probablemente compradas con la coca, de las que personas de clase media podría prescindir en un ambiente urbano. Esas mismas personas probablemente juzgarían a los campesinos por no limitarse a sembrar cultivos de pancoger en lugar de coca. Y ni hablar de que alguien como Jani tuviera más de lo estrictamente necesario, así la riqueza, usualmente mal habida, fuera la regla entre los políticos. Andrés lo resumiría perfectamente en el viaje de vuelta, río arriba: “En Colombia, los líderes están condenados a vivir en la pobreza para que no digan que se roban la plata”.
En la tienda, al lado de una televisión de pantalla plana conectada a una batería de auto, había una foto de Jani en su juventud. Vestía una falda negra y un blazer del mismo color. La acompañaba uno de sus hijos, que sonreía bajo una mata de pelo rubio que le había dado el apodo de Mono cabuya en su juventud. La foto era del día de su grado de bachiller en 1998.
“En esa época me daba muy duro”, me diría Jani al día siguiente refiriéndose a las primeras veces en que las amenazas la obligaron a dejar su finca. Sentía una presión en lo emocional que le impedía dormir. Se le había terminado la vida social y familiar. Le gustaba bailar salsa, compartir con la gente. “En las mañanas, me gustaba tomarme un tinto junto a la mesa de billar mirando hacia el río. Se ve la frontera con el Ecuador. Los botes van subiendo. Y los pájaros también suben. Esa tranquilidad”, dijo antes de hacer una pausa, como si estuviera buscando la mejor expresión para describirlo. “Es bonito”.
“En Colombia, los líderes están condenados a vivir en la pobreza para que no digan que se roban la plata”.
*Este reportaje hace parte de Tierra de Resistentes, proyecto coordinado por Consejo de Redacción en alianza con la organización colombiana Ambiente & Sociedad y financiado por Rainforest Foundation Norway. El contenido y las opiniones de este reportaje no representan ni comprometen la posición de las organizaciones aquí mencionadas.