Entra en vigor el Acuerdo de Escazú, una esperanza en medio del caos

Este 22 de abril entra en vigor el tratado más importante en materia ambiental que han firmado los países de América Latina. Aunque solo doce lo han ratificado, muchos esperan que sea un instrumento esencial para evitar los asesinatos de líderes ambientales y permitir que, contrario a lo que ha sucedido en las últimas dos décadas, se proteja el medioambiente. ¿Será posible?

Cuenta Andrea Wulf que cuando el célebre Alexander von Humboldt estaba explorando los territorios de Latinoamérica se llevó una amarga sorpresa. Mientras recorría ese nuevo mundo observando minuciosamente la geografía, las plantas y los animales, se dio cuenta de que algo no marchaba bien. La explotación de recursos naturales, a manos del poder colonial, anotó después, había causado un verdadero caos. Los misioneros trataban a los locales de forma brutal, la búsqueda de materias primas estaba acabando con el medioambiente y las desigualdades sociales se multiplicaban. Sudamérica, apuntó en su Ensayo político sobre el Reino de la Nueva España, estaba siendo destruida a manos de sus conquistadores.

Cuando en 2015 Wulf, británica, historiadora, publicó La invención de la naturaleza, el libro en el que condensó la vida de Humboldt, los países de América Latina aún buscaban la fórmula para resolver el mismo problema que tenían cuando vino el célebre naturalista en el siglo XIX. La explotación de materias primas, base de sus economías, continuaba siendo el origen de cientos de conflictos sociales. Pese a las promesas, ningún gobierno se había resistido al “boom”, ese anglicismo que usamos para describir los altos precios del petróleo, el oro, el carbón, el cobre o el níquel.

“Porque si algo compartimos los países latinoamericanos es la riqueza de recursos naturales y la conflictividad, la exclusión y las desigualdades que ha generado su explotación”, dice Daniel Barragán, director del Centro Internacional de Investigaciones sobre Ambiente y Territorio (CIIAT) de la Universidad de los Hemisferios, en Ecuador.

“Aunque somos países muy diferentes compartimos una larga lista de conflictos ambientales. Miras a Perú, a Colombia, a Chile o a México y en todos hay una gran conflictividad. Ésa es nuestra realidad compartida”, complementa Aida Gamboa. “Por eso, en parte, el 22 de abril será un día histórico”.

“Porque si algo compartimos los países latinoamericanos es la riqueza de recursos naturales y la conflictividad, la exclusión y las desigualdades que ha generado su explotación”.

Daniel Barragán, director del Centro Internacional de Investigaciones sobre Ambiente y Territorio (CIIAT) de la Universidad de los Hemisferios, en Ecuador.

Gamboa es politóloga y parte del equipo de DAR (Derecho, Ambiente y Recursos Naturales), una organización civil que lucha por la protección de la Amazonía peruana. A lo que se refiere es a que hoy, después de 9 años de conversaciones, entra en vigor un acuerdo que se ha ido popularizando en la región, el Acuerdo de Escazú, cuyo verdadero nombre es imposible de memorizar:  Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe.

“Estamos muy optimistas”, cuenta Érika Castro, abogada y PhD en Ambiente y Ordenación del Territorio. Desde Colombia, donde es investigadora de la Universidad de Medellín, tiene una buena manera de resumir lo que significa este día: “Tal vez es el inicio para superar esta crisis ambiental. No podemos actuar como lo veníamos haciendo”.

Pero para entender la complejidad que esconde este acuerdo y no perderse por las confusas ramas del Derecho, hay que echar un vistazo al pasado y entender por qué América Latina lo necesitaba con urgencia luego de hacer boom.

Boom

Joan Martínez Alier es un tipo que no necesita presentación. Catalán y doctor en Economía, ha sido profesor visitante en las universidades de Stanford, Yale y California. Su libro La ecología de la economía es un clásico que ha sido traducido a varios idiomas y con frecuencia es invitado a dar charlas en los congresos de ciencias sociales. Aunque no vive en América Latina, puede hablar con soltura de cualquier conflicto ambiental en Bolivia, Ecuador o Brasil.

Cuando estuvo en Bogotá hace un par de años, conversamos por más de una hora sobre las dificultades de la región. Le parecía asombroso que los Gobiernos de izquierda que empezaron a surgir en la primera década de este siglo no hubiesen prestado más atención a la protección ambiental. “Impermeables” era el adjetivo con el que describía tanto a Evo Morales y Juan Manuel Santos como a Rafael Correa y Cristina Fernández. No se explicaba por qué no reconocían como suyos a los “héroes de la justicia ambiental”. Martínez Alier empezó a cobrar popularidad fuera de los pasillos de la academia cuando en 2014 lanzó el Atlas de Justicia Ambiental. Con el apoyo de organizaciones internacionales y una larga lista de universidades y ONG, había decidido organizar en una sola plataforma los conflictos sociales relacionados con el ambiente. Hoy, siete años después, el mapa muestra 3385 casos en todo el planeta. Es difícil saber con precisión cuántos hay en Latinoamérica, pero el Atlas de la Justicia Ambiental resume mejor la compleja situación. La mayoría de problemas parecen provenir de la actividad minera, la extracción de combustibles fósiles y la gestión del agua.

“Todo este asunto tiene que ver con la riqueza que tiene cada país”

Joan Martínez Alier, autor de La ecología de la economía.

Como lo muestra el Atlas , Brasil es el país de la región con más conflictos (173). Le siguen México, con 149, y Colombia, con 129. Después están Perú (97), Ecuador (65) y Bolivia (42). “Todo este asunto tiene que ver con la riqueza que tiene cada país”, advertía Martinez Alier.

Junto a Mariana Walter, lo explicaba mejor en un libro (Environmental Governance in Latin America) meses después. Desde 1970, escribían que la explotación de materias primas en América Latina se había intensificado. Mientras ese año se extrajeron 2400 millones de toneladas, en 2013 esa cifra fue de 8300 millones de toneladas. La extracción de minerales metálicos, después de la producción de biomasa, era la actividad que más había crecido. Para 2012, cuando los precios estaban en su mejor época, los países de la región cubrían el 45 % de la demanda mundial de cobre, 50 % de la de plata, 21 % de la de zinc y 20 % de la de oro. “Extractivista” era la mejor palabra para definir este pedazo de continente.

“Creemos que esa tendencia estuvo relacionada con el boom de los conflictos en América Latina”, expresaban Walter y Alier en una de sus conclusiones.


Quienes se han dedicado a estudiar ese proceso suelen usar un término para describir una de las más grandes paradojas que genera ese boom de las materias primas: “la maldición de los recursos naturales”. En palabras sencillas, lo que sugiere es que, a pesar de tener abundantes recursos, esos países no siempre logran un buen desarrollo económico. Además, en ocasiones debilitan la economía al volverla dependiente de una sola fuente de ingresos, al tiempo que motivan numerosos conflictos sociales. 

Las consecuencias, como señalaba el Banco Mundial en 2014, se pueden resumir en un par de cifras: el 93% de la población de América Latina y el 97% de su actividad económica reside en países que son exportadores netos de ‘commodities’. La noticia no tan mala era que la dependencia había disminuido del 86 % en 1970 al 50 %.

En la otra cara de la moneda, como escribió el economista y experto en asuntos de política energética Francisco J. Monaldi, en la revista Harvard Review of Latin America, el boom de las materias primas que vivió el planeta desde los primeros años de este siglo y 2014, aproximadamente, permitió que América Latina “tuviera el mejor desempeño económico en décadas, ayudando a aumentar su gasto público, reduciendo la pobreza y expandiendo la clase media”. 

Pero, como también apuntaba Monaldi, “los logros macroeconómicos y sociales no pueden ocultar los significativos desafíos y los efectos negativos”. “Por años se le dio prioridad a los resultados económicos y políticos, mientras lo social y ambiental quedaron relegados”, cuenta ahora la abogada Érika Castro. “Muchos se trataron a espaldas de las comunidades y de la sociedad civil. No tuvieron acceso a nada de información. Fue la negación del otro”.

Fue justo cuando los minerales y el petróleo alcanzaban precios históricos en 2012 (US$120 por barril; US$1,742 por onza de oro) que empezaron unas conversaciones en Río de Janeiro, Brasil, para encontrar una salida a la difícil situación latinoamericana. Mientras se desarrollaba la Conferencia Río+20 de Naciones Unidas, los representantes de los países se pusieron de acuerdo para crear un tratado pionero en protección ambiental y en derechos humanos.

“En un momento de creciente incertidumbre y profundos desequilibrios económicos, sociales y ambientales, los países de América Latina y el Caribe han demostrado el valor de la acción regional”, escribió años después Alicia Bárcena, secretaria ejecutiva de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), en el prefacio de ese documento que hoy, 22 de abril, entra en vigor y fue bautizado popularmente como el Acuerdo de Escazú.

Vientos de cambio

El 4 de marzo de 2018 en Escazú, en San José (Costa Rica), hubo un minuto de silencio. Los delegados de 33 países y de varias organizaciones de la sociedad civil decidieron cerrar esa reunión con un homenaje a Berta Cáceres, la activista indígena asesinada en 2016 en Honduras por oponerse a la construcción del proyecto hidroeléctrico “Agua Zarca“. La enorme foto suya también recordaba que los líderes ambientales de América Latina estaban pasando por un mal momento.

Berta Cáceres, líder hondureña asesinada el 3 de marzo de 2016. Crédito: Goldman Prize.

El año en el que se llevó a cabo ese histórico encuentro, que culminó con la firma del Acuerdo de Escazú, mataron a 164 personas en el mundo por su liderazgo ambiental. Los datos, recopilados por la ONG inglesa Global Witness, indicaban que la mitad de los homicidios había ocurrido en Latinoamérica. Colombia, donde asesinaron a 24 personas, estaba en el segundo lugar del listado mundial, seguido por Brasil. Las alarmas y los titulares de prensa no habían servido para nada. En 2019 asesinaron a otros 212 líderes ambientales. Colombia, con 64 crímenes, pasó a ocupar el primer lugar, seguido de Filipinas (43). De hecho, entre los diez primeros países de esa lista, otros seis más eran latinoamericanos: Brasil, México, Honduras, Guatemala, Venezuela y Nicaragua.

Cuando le pregunto a Berlin Diques, líder asháninka y presidente de la Organización Regional Aidesep Ucayali (ORAU), en Perú, para qué cree que sirve el Acuerdo de Escazú, la primera parte de respuesta que se le viene a la cabeza tiene que ver, justamente, con esa situación: “Es una herramienta indispensable para garantizar la seguridad de quienes defienden los derechos humanos y el ambiente”.

En Ucuyali, desde donde habla, mataron a dos líderes a principios de este año. Herasmo García Grau y Yenser Ríos Bonzano murieron baleados por oponerse a actividades ilegales y querer frenar la deforestación. Al primero, según medios locales, también lo secuestraron y torturaron.

ーPero, ¿cree que esa situación va a cambiar con el Acuerdo de Escazú?

ーLos pueblos indígenas esperamos que sí. Pero sabemos que nuestras comunidades poco o nada le han importado a los Gobiernos de turno. Para ellos somos un grupo de humanos en un segundo nivel de la sociedad. Por eso, así entre en vigor el Acuerdo, tenemos claro que vamos a seguir luchando para que escuchen nuestra vozー responde Diques.

Su temor lo comparten muchos. Aunque el documento final que fue firmado en Costa Rica es, de alguna manera, revolucionario, falta un largo camino para que empiece a surtir efecto. Daniel Barragán, del Centro Internacional de Investigaciones sobre Ambiente y Territorio, en Ecuador, prefiere, por ejemplo, pararse del lado de la prudencia.

“Se ha generado una gran expectativa, pero tenemos que ser claros: el 22 de abril no van a cambiar las cosas. Tenemos que ser conscientes de que el Acuerdo plantea un proceso de implementación. Cada país deberá hacer reformas políticas y normativas. La región no parte de cero, pero hay que ver cómo aterrizamos ese documento en los territorios. Los cambios no se darán de la noche a la mañana”, explica.

“A partir de hoy empieza una segunda fase de implementación y entrada en vigor. Es un largo camino. Pero ha sido un proceso que va a tener un gran impacto en el derecho y la democracia ambiental”, dice, por su parte, Mauricio Madrigal, director de la Clínica de Medio Ambiente y Salud Pública de la Universidad de los Andes, en Colombia.

Para explicar en qué consiste el Acuerdo y no perderse en los términos de las leyes y los códigos, Madrigal usa una analogía. Imagínese, asegura, “que se establecieron unos ‘pisos mínimos’ que deben tener los países en ciertos asuntos, los cuales permiten fortalecer la democracia ambiental en la región. Además, lo importante es que fueron construidos con la participación de muchas personas de la sociedad civil y representantes de gobiernos. Eso permitió consolidar algo clave en este proceso: una gran red de cooperación”.

Esos “pisos mínimos” sobre los que se deberían parar los Estados latinoamericanos se podrían dividir, como escribió el constitucionalista Rodrigo Uprimny en 2019, en cuatro grandes grupos. El primero permite incrementar la transparencia en asuntos ambientales, pues fortalecerá el acceso a la información. El segundo reforzará la democracia ambiental, ampliando la participación ciudadana en todas las discusiones. El tercero mejorará la justicia ambiental al crear mecanismos judiciales ambientales. Y, finalmente, el cuarto será esencial para que no vuelvan a suceder crímenes como los de Berta Cáceres, Herasmo García Grau o Yenser Ríos Bonzano. “Establece”, apuntaba Uprimny, “una protección especial a los defensores ambientales”. En otra palabras, escribió Madrigal junto al abogado Luis Felipe Gumán-Jiménez en el libro Información Participación y Justicia Ambiental (2020), el Acuerdo de Escazú “pretende generar estándares comunes en materia de información ambiental, participación ciudadana y acceso a la justicia en asuntos medioambientales para cerca de 500 millones de personas en la región”.

Berlin Diques, líder asháninka y presidente de la Organización Regional Aidesep Ucayali (ORAU). Crédito: Cortesía ORAU.

En este punto la gran pregunta es: ¿qué sucede si un país, simplemente, no lo quiere cumplir? Como explica Barragán, el acuerdo no plantea sanciones porque no tiene un enfoque punitivo. “Las infracciones se juzgan con la normativa interna de cada país; pero, en términos internacionales, no se creó una jurisdicción ambiental internacional, entonces no se puede llevar a ningún Estado a ninguna corte en caso de incumplimiento”, dice Érika Castro.

Sin embargo, coinciden todos los que fueron entrevistados para este texto, el Acuerdo ayudó a crear algo mucho más importante que un listado de artículos esperanzadores. Como en su construcción participaron muchos líderes, organizaciones y académicos que vigilaron el proceso y sugirieron cambios (tenían voz pero no voto), eso permitió, cuenta Castro, la creación de una gran plataforma de actores ambientales de toda Latinoamérica.

“Eso es importante porque viene un trabajo de mediano y largo aliento para la sociedad civil. Nos corresponde hacer seguimiento y garantizar que no se quede en pacto de papel. La idea es que haya una co-creación entre el Estado y la sociedad y un espacio de diálogo permanente. Nosotros tenemos que impulsarlo”, agrega Aida Gamboa, de DAR.

Daniel Barragán tiene una buena manera de sintetizar esas reflexiones: “Lo que plantea el Acuerdo es cambiar la relación entre el Estado y la ciudadanía”. En palabras un poco más prácticas, eso quiere decir que, en el mundo ideal, los Gobiernos de Jair Bolsonaro, de Alberto Fernández o de Sebastián Piñera, no podrían o no deberían impulsar nuevos proyectos de explotación de recursos naturales sin tener en cuenta la participación de las comunidades. Tampoco podrían ocultar ningún tipo de información. Si no eluden sus responsabilidades, los Gobiernos también deberían, como anotaron Madrigal y Guzmán, adoptar medidas para prevenir, investigar y sancionar los ataques y amenazas contra los defensores del medio ambiente.

“Eso es importante porque viene un trabajo de mediano y largo aliento para la sociedad civil. Nos corresponde hacer seguimiento y garantizar que no se quede en pacto de papel. La idea es que haya una co-creación entre el Estado y la sociedad y un espacio de diálogo permanente. Nosotros tenemos que impulsarlo”

Aida Gamboa, equipo de DAR (Derecho, Ambiente y Recursos Naturales)

En 2018 el abogado argentino especialista en asuntos ambientales Gastón Médici Colombo publicó un extenso artículo en la revista Catalana de Derecho Ambiental en el que detallaba el proceso detrás del Acuerdo de Escazú. Había, a sus ojos, muchos puntos para destacar. Además de lo que significará este tratado como herramienta de cooperación entre países y como un instrumento para instituciones internacionales como el Sistema Interamericano de Derechos Humanos o la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, había para él algo muy valioso que debía ser subrayado.

“Difícilmente”, anotaba, “el resultado hubiese sido el mismo sin la magnífica participación del público” que acompañó (como Érika Castro, Aida Gamboa, Daniel Barragán o Mauricio Madrigal) todos los encuentros, “exigiendo estándares y recordando los compromisos asumidos”. “Merecen todo el reconocimiento”, concluía. Ahora que el Acuerdo de Escazú entra en vigor, ellos solo esperan que todos los países de América Latina lo ratifiquen, pese a las campañas de desinformación, los juegos políticos y los cambios de presidentes. Hasta el momento solo lo han hecho doce: Antigua y Barbuda, Bolivia, Ecuador, Guyana, Nicaragua, Panamá, Santa Lucía, San Cristóbal y Nieves, San Vicente y las Granadinas, Uruguay, y más recientemente, Argentina y México. Faltan más de la mitad.

*Este reportaje hace parte de Tierra de Resistentes, proyecto coordinado por Consejo de Redacción en alianza con la organización colombiana Ambiente & Sociedad y financiado por Rainforest Foundation Norway.

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